El Coronel Wallace era un hombre astuto y recio. Había llegado a ser unos de los oficiales superiores más respetados del Ejército de los Estados Unidos. Comenzaba un nuevo día de trabajo que al parecer iba a ser ajetreado. Según llegó al cuartel, fue acosado por el Cabo Aston Fellon, que mantenía semblante serio. Le había comentado que durante la noche recibieron una desconcertante llamada desde los militares alojados en Kabul. Duraba muy poco, unos quince segundos. Se oían ordenadores, voces, pero ninguna hablaba directamente al micrófono. Respiraciones fuertes y a un ritmo acelerado. Después un alarido que se alejaba, seguido de un golpe. Justo antes de cortarse, parecía sonar un disparo. Tras ello intentaron contactar con el Centro Militar Estratégico, pero no hubo manera.
En el cuartel estaban esperando que el Coronel Wallace diera un veredicto. Los escuchó hasta cinco veces, sin sacar nada en claro, aunque con cada nueva escucha estaba más seguro que lo que se produjo fue un disparo. Sin decirles nada, se marchó a hablar con el General William Hayes. El General tenía contacto directo con la casa blanca, y así podría comunicarle al Presidente de los Estados Unidos que algo estaba pasando en Kabul. El Presidente les dijo que estaba terminantemente prohibido decir nada a ningún medio de comunicación.
Las imágenes del satélite del centro no daban información de nada, todo parecía normal. A diferencia, en Qandahar las cosas estaban muy mal. Las reyertas parecían ir a más, y se estaban extendiendo más allá, en Zaranj, al oeste; Ghazni y Kabul, ambas al norte. Parecía que en una noche, las reyertas de cientos de locos se estaban extendiendo por todo el país a pasos agigantados, y ni el ejército ni las autoridades hacían nada.
El Coronel Wallace estaba en su oficina, sentado enfrente de una montaña de papeles. Tenía fotografías de satélite de las reyertas que se estaban originando en el país y los informes que el teniente Hopkins le había enviado los días anteriores. Estaba hecho un lío.
-Buenos días, Coronel-le dio la bienvenida Cindy, su secretaria.
-Buenos días-contestó con sequedad.
-Empieza una jornada dura, ¿no? Le traeré el café cargado de todos los días.
La secretaria desapareció. Wallace se recostó sobre su asiento y pensó. Vio que en el fax había unas hojas. Alarmado, se acercó a ver qué podía ser. Era un informe de Hopkins de esa noche, a las 3.12 horas.
“Coronel Wallace, habiéndome puesto en contacto antes con usted, de haberle comunicado los fallecimientos inexplicables de algunos soldados y el ataque sobre nosotros en Qandahar, le comunico de nuevo que se ha retomado la misión contra los terroristas. Un grupo de militares, algunos de ellos presentes en el ataque de esta noche, se han ofrecido a esclarecer muchas incógnitas del caso. Se dirigen a Qandahar, hacia la mezquita. Ya tengo el respaldo de la OTAN, con lo cual no hay problemas. Cuando vuelva a establecer contacto con ellos, me pondré en contacto con el cuartel lo más rápido posible.
Atentamente,
Stuart Hopkins”
A las horas a las que recibió el fax estaba durmiendo, en su casa. Lo leyó otra vez. Le quedó claro que ya había alguien al tanto de las reyertas, pero ¿por qué no paraban? Llamaron a la puerta tres veces. Era Cindy que traía el café de Wallace.
-¿Alguna cosa más, Coronel?
-Cancele todas mis citas. Si llaman diga que no estoy.
-De acuerdo-y la secretaria dejó el despacho.
El Coronel se bebió el café de un sorbo, cogió su maletín, guardó todos los informes, las fotografías y desapareció del despacho. Iba a hablar cara a cara con el General William Hayes.
Continúa...
En el cuartel estaban esperando que el Coronel Wallace diera un veredicto. Los escuchó hasta cinco veces, sin sacar nada en claro, aunque con cada nueva escucha estaba más seguro que lo que se produjo fue un disparo. Sin decirles nada, se marchó a hablar con el General William Hayes. El General tenía contacto directo con la casa blanca, y así podría comunicarle al Presidente de los Estados Unidos que algo estaba pasando en Kabul. El Presidente les dijo que estaba terminantemente prohibido decir nada a ningún medio de comunicación.
Las imágenes del satélite del centro no daban información de nada, todo parecía normal. A diferencia, en Qandahar las cosas estaban muy mal. Las reyertas parecían ir a más, y se estaban extendiendo más allá, en Zaranj, al oeste; Ghazni y Kabul, ambas al norte. Parecía que en una noche, las reyertas de cientos de locos se estaban extendiendo por todo el país a pasos agigantados, y ni el ejército ni las autoridades hacían nada.
El Coronel Wallace estaba en su oficina, sentado enfrente de una montaña de papeles. Tenía fotografías de satélite de las reyertas que se estaban originando en el país y los informes que el teniente Hopkins le había enviado los días anteriores. Estaba hecho un lío.
-Buenos días, Coronel-le dio la bienvenida Cindy, su secretaria.
-Buenos días-contestó con sequedad.
-Empieza una jornada dura, ¿no? Le traeré el café cargado de todos los días.
La secretaria desapareció. Wallace se recostó sobre su asiento y pensó. Vio que en el fax había unas hojas. Alarmado, se acercó a ver qué podía ser. Era un informe de Hopkins de esa noche, a las 3.12 horas.
“Coronel Wallace, habiéndome puesto en contacto antes con usted, de haberle comunicado los fallecimientos inexplicables de algunos soldados y el ataque sobre nosotros en Qandahar, le comunico de nuevo que se ha retomado la misión contra los terroristas. Un grupo de militares, algunos de ellos presentes en el ataque de esta noche, se han ofrecido a esclarecer muchas incógnitas del caso. Se dirigen a Qandahar, hacia la mezquita. Ya tengo el respaldo de la OTAN, con lo cual no hay problemas. Cuando vuelva a establecer contacto con ellos, me pondré en contacto con el cuartel lo más rápido posible.
Atentamente,
Stuart Hopkins”
A las horas a las que recibió el fax estaba durmiendo, en su casa. Lo leyó otra vez. Le quedó claro que ya había alguien al tanto de las reyertas, pero ¿por qué no paraban? Llamaron a la puerta tres veces. Era Cindy que traía el café de Wallace.
-¿Alguna cosa más, Coronel?
-Cancele todas mis citas. Si llaman diga que no estoy.
-De acuerdo-y la secretaria dejó el despacho.
El Coronel se bebió el café de un sorbo, cogió su maletín, guardó todos los informes, las fotografías y desapareció del despacho. Iba a hablar cara a cara con el General William Hayes.
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