Un estudio clandestino de los bioterroristas desatará el Apocalipsis Z

SINOPSIS

Un grupo de militares altamente cualificados ha sido llamado para aclarar y solucionar un sospechoso caso de bioterrorismo en Afganistán. Sus pasos llegarán hasta una ciudad del país, Qandahar, en la cual se vieron los terroristas por última vez. Sería sencillo. Entrar, sacar a los terroristas y destapar toda la trama; pero a sus espaldas el ser humano está siendo sacudido por el peor captor jamás pensado: el propio ser humano, sediento de carne humana con vida.

(VI) PARTE II: El Principio del Fin. Apocalipsis.

Cuartel militar de Texas

El Coronel Wallace era un hombre astuto y recio. Había llegado a ser unos de los oficiales superiores más respetados del Ejército de los Estados Unidos. Comenzaba un nuevo día de trabajo que al parecer iba a ser ajetreado. Según llegó al cuartel, fue acosado por el Cabo Aston Fellon, que mantenía semblante serio. Le había comentado que durante la noche recibieron una desconcertante llamada desde los militares alojados en Kabul. Duraba muy poco, unos quince segundos. Se oían ordenadores, voces, pero ninguna hablaba directamente al micrófono. Respiraciones fuertes y a un ritmo acelerado. Después un alarido que se alejaba, seguido de un golpe. Justo antes de cortarse, parecía sonar un disparo. Tras ello intentaron contactar con el Centro Militar Estratégico, pero no hubo manera.

En el cuartel estaban esperando que el Coronel Wallace diera un veredicto. Los escuchó hasta cinco veces, sin sacar nada en claro, aunque con cada nueva escucha estaba más seguro que lo que se produjo fue un disparo. Sin decirles nada, se marchó a hablar con el General William Hayes. El General tenía contacto directo con la casa blanca, y así podría comunicarle al Presidente de los Estados Unidos que algo estaba pasando en Kabul. El Presidente les dijo que estaba terminantemente prohibido decir nada a ningún medio de comunicación.

Las imágenes del satélite del centro no daban información de nada, todo parecía normal. A diferencia, en Qandahar las cosas estaban muy mal. Las reyertas parecían ir a más, y se estaban extendiendo más allá, en Zaranj, al oeste; Ghazni y Kabul, ambas al norte. Parecía que en una noche, las reyertas de cientos de locos se estaban extendiendo por todo el país a pasos agigantados, y ni el ejército ni las autoridades hacían nada.

El Coronel Wallace estaba en su oficina, sentado enfrente de una montaña de papeles. Tenía fotografías de satélite de las reyertas que se estaban originando en el país y los informes que el teniente Hopkins le había enviado los días anteriores. Estaba hecho un lío.

-Buenos días, Coronel-le dio la bienvenida Cindy, su secretaria.

-Buenos días-contestó con sequedad.

-Empieza una jornada dura, ¿no? Le traeré el café cargado de todos los días.

La secretaria desapareció. Wallace se recostó sobre su asiento y pensó. Vio que en el fax había unas hojas. Alarmado, se acercó a ver qué podía ser. Era un informe de Hopkins de esa noche, a las 3.12 horas.

“Coronel Wallace, habiéndome puesto en contacto antes con usted, de haberle comunicado los fallecimientos inexplicables de algunos soldados y el ataque sobre nosotros en Qandahar, le comunico de nuevo que se ha retomado la misión contra los terroristas. Un grupo de militares, algunos de ellos presentes en el ataque de esta noche, se han ofrecido a esclarecer muchas incógnitas del caso. Se dirigen a Qandahar, hacia la mezquita. Ya tengo el respaldo de la OTAN, con lo cual no hay problemas. Cuando vuelva a establecer contacto con ellos, me pondré en contacto con el cuartel lo más rápido posible.

Atentamente,

Stuart Hopkins”

A las horas a las que recibió el fax estaba durmiendo, en su casa. Lo leyó otra vez. Le quedó claro que ya había alguien al tanto de las reyertas, pero ¿por qué no paraban? Llamaron a la puerta tres veces. Era Cindy que traía el café de Wallace.

-¿Alguna cosa más, Coronel?

-Cancele todas mis citas. Si llaman diga que no estoy.

-De acuerdo-y la secretaria dejó el despacho.

El Coronel se bebió el café de un sorbo, cogió su maletín, guardó todos los informes, las fotografías y desapareció del despacho. Iba a hablar cara a cara con el General William Hayes.

Continúa...

(V) PARTE II: El Principio del Fin. Apocalipsis.

Primer contacto: Lo que pasó en el Centro Militar Estratégico. Kabul (Afganistán)

V

Los gritos de pánico de la enfermera se unían al estrépito del metal y los alaridos de los infectados. Hopkins estaba mareado. Tal vez fuera del golpe. Se tocó la frente. Tenía sangre. De nuevo, cayeron más tuercas. El conducto empezó a separarse. Ahora se veía un poco el exterior. Los cuerpos empezaron a deslizarse y cayeron encima del teniente. Todos gritaban, asustados. Se estaban agobiando. Finalmente, debido a los infectados y al peso de Hopkins y los demás en un punto ya frágil del conducto, cedió la estructura y cayeron hacia los infectados. La altura era considerable, casi dos metros y medio, y cayendo de mala manera, podrían fracturarse algún hueso con facilidad.

Según impactaron, Hopkins notó como algunas costillas se partían en pedazos. Gritó, casi inconsciente. Además, sintió el golpe de algo o alguien que caía encima y rápidamente desaparecía. Esa había sido Daniela, que cayó encima del teniente y rodó más allá, metiéndose entre la marabunta de infectados. La enfermera se intentó liberar de las manos que la apresaban. No podía. Gritaba, y hasta se orinó encima del pánico. Cientos de brazos la agarraban, como luchando por la presa. Notaba como los huesos se le iban descolgando de su lugar. Gritaba de dolor. Después, sentía como las mandíbulas de los infectados se clavaban en cada centímetro de su cuerpo. Finalmente, moría.

Jones había caído al lado de Hopkins y se había rotó el brazo izquierdo. En cambio, Petroff, que amortiguó con el corpulento soldado, había caído más alejado del peligro. Con algún rasguño en la cara, se levantó y empezó a correr hacia la salida, dejando allí, tendidos en el suelo, a Hopkins y Jones.

-¡Hijo de puta!-gritaba Jones, dolorido, mientras observaba cómo el científico corría, aterrorizado sin mirar atrás.

Jones se levantó. Estaba mareado, todo le daba vueltas. Entre esos momentos de malestar, pudo ver que Hopkins estaba en el suelo, retorciéndose de dolor, doliéndose del costado. Agarró la escopeta con la mano derecha y apuntó. Un disparo salvó al teniente de que uno de los infectados le alcanzara. Cayó al lado de él. Hopkins oía disparos; pero el dolor del costado apenas le dejaba moverse. Los infectados acabaron con Daniela y se dirigían hacia sus dos nuevas presas.
-¡Arriba teniente!-le gritaba Jones.

El soldado disparaba y cada disparo era letal para los infectados. Eran cientos. De repente, la escopeta gastó su última bala. Hopkins se estaba levantando. Mientras, Jones les asestaba golpes con la escopeta, haciéndolos caer. Cuando Hopkins se incorporó, los infectados habían atrapado al corpulento soldado. Le mordían los brazos, el cuello, y Jones blasfemaba contra ellos.

-¡Dispárame, Hopkins!-le ordenó Jones, que gritó de dolor cuando un infectado le arrebataba un trozo de mejilla.

Hopkins agarró la M4 y apuntó. La posición le hacía más daño en el costado; pero aguantó. Una ráfaga fue a parar a la cabeza de Jones, que murió en el acto. Hopkins no podía esperar ni un minuto más. Antes de salir corriendo, vio como la enfermera, magullada, ensangrentada por todos lados y con un brazo dislocado, se acercaba colérica.
“Dios mío, Daniela”, pensó Hopkins.
Corría presa del espanto, casi olvidando que tenía las costillas rotas. Sabía que tras de sí, había cientos de infectados que le perseguían, hambrientos. Empezó a perder la esperanza.

“El plan era bueno, maldita sea. Tal vez estos locos sean más inteligentes de lo que parece”, pensó mirando al frente.

A lo lejos vio al doctor, que seguía corriendo. Le llamó y se volvió. Su cara de espanto, le dio la idea de los cientos de infectados que tenía detrás. Sin parar, el doctor siguió corriendo hasta la salida. No le quedaba mucho a Hopkins para llegar a la puerta. Petroff ya estaba saliendo. Parecía cerrar la puerta. Hopkins se quedó petrificado. Calculando la distancia con los infectados, el tiempo que tardaba en abrir la puerta era decisivo para salir ileso. Si tenía que abrir la puerta lo cogerían.

-¡Marcus, no!-gritaba Hopkins desde lo lejos.

Tras eso, el doctor, cerró la puerta, sin apenas mirarle. Hopkins aceleró la marcha, deseándole la muerte al científico. Aunque pensó en lo que él le hizo al soldado, y se dio asco. Estaba llegando a la puerta. Los infectados estaban muy cerca. Cogió el pomo, lo giró. Se alivió por momentos ya que aún no lo habían agarrado. Abrió un poco la puerta, empezó a sacar una pierna. Entonces sintió la fuerte mandíbula de un infectado clavarse en su nuca. Gritó del dolor. Notó como la piel se despegaba de su sitio, y como la mascaba ese loco. Sumido en un desconcierto, pensó: “Gloria, condecoraciones…, no somos nadie”. Y notó otro mordisco en el brazo. Pensó en su vida. Había sido un hombre feliz. ¿Ahora que le quedaba? Ser un loco hambriento.
Cerró la puerta y se quedó dentro del pasillo. Los brazos de los cientos de infectados que tenía detrás lo sujetaban de todos los lados, lo zarandeaban. Él se dejaba. No sentía el dolor, eso sí, con cada mordisco, parecía que le inyectaban rabia en la sangre, pues su ritmo cardiaco se aceleraba. Su cuerpo era movido en contra de su voluntad. Cayó al suelo, y cientos de infectados se le echaron encima. Mordiscos, arañazos, lo estaban matando.

“Moriré, cariño, pero renaceré de nuevo”, le dijo a su mujer desde los pensamientos.

Después, la sangre dejó de circular por los vasos sanguíneos y el cerebro empezó a morir. En breve, la circulación se reanimaría con un cerebro nuevo, especializado en la caza humana.


Petroff, espantado, corría por el campo, buscando algún vehículo. Sabía conducir, pero nunca había manipulado un trasto de ésos. Vio uno en medio del campo. Se acercó. Abrió la puerta y se sentó. Fue a arrancarlo y tuvo una sacudida de indignación. Las llaves no estaban. Cientos de infectados se agolpaban tras la puerta de metal, y en algún momento la harían venirse abajo. Golpeó el volante con todas sus fuerzas, llorando, humillado. Se acurrucó donde estaban los pedales, e intentó abstraerse de ese infierno donde estaba.

Continuará...

(IV) PARTE II: El Principio del Fin. Apocalipsis.

Primer contacto: Lo que pasó en el Centro Militar Estratégico. Kabul (Afganistán)

IV

Por suerte ninguno tenía claustrofobia, aunque es verdad que se agobiaron en un primer contacto. La excepción fue Jones, que había estado recorriendo el centro por los conductos un poco antes y ya tenía ganada la experiencia. Avanzaban arrastrándose boca abajo, llevándose hacia delante con el impulso de de los pies y los brazos. Había curvas constantemente, lo cual les dificultaba el paso y les frenaba. Tras la primera de las curvas ya estaban fuera de la enfermería y llegaron a los pasillos. En su paso, miraron por la rejilla. Era un escenario dantesco de sangre y vísceras por todos los lados. Hopkins recordaba cómo el joven que intentó entrar en la enfermería para protegerse gritaba lleno de dolor y terror. Le entraban escalofríos al ver el reguero de sangre que había dejado. Se arrepentía una y otra vez de lo que hizo. Entonces, se le heló la sangre. Los demás seguían deslizándose por el conducto, pero él paró en seco. Uno de esos infectados, una cocinera, con su bata y delantal tintados de rojo, miraba al teniente, con los ojos inyectados en sangre y respirando muy rápido. Fueron momentos muy tensos, se miraron fijamente durante unos segundos, que parecieron horas. Después, la mujer se marchó veloz a lo largo del pasillo. Hopkins volvió a recuperar la normalidad y empezó a moverse de nuevo. Le costó alcanzar a los demás, pero lo logró.

Continuaban deslizándose, todo el rato desplazándose por encima de los pasillos. Veían pasar corriendo a los infectados de un lado para otro, buscando, sin orientación, sin apenas pensamientos. Vagaban por los pasillos, como animales, bajo sus instintos más primitivos: el hambre. De vez en cuando gemían, como enfadados, y retomaban la marcha, buscando. Su conducta era digna de estudio. Eran exactamente iguales a cualquier animal salvaje, que buscaba la presa para hincarle el diente. Se cruzaban unos con otros y no se decían nada. Además, se reconocían, pues son se atacaban. Por lo que habían visto, cuando atacaban lo hacían en grupo o bien en solitario. En sí, el atacar en grupo era debido a sus ansias de hambre, no a que hubiera una colectividad ni cooperación.

Hopkins y los demás sabían perfectamente que ellos eran las presas y los de ahí abajo los cazadores, y que fueran tantos les complicaban las cosas el doble. No quedaba ningún rincón en el centro con gente “normal”. Estaban por todas partes.
De nuevo, Hopkins pensó en lo que le decía su familia cuando se cachondeaba de lo poco que hacía en su trabajo. Negaba con la cabeza, e incluso se reía, pensando en lo que les diría. Cuando el teniente oía los pasos de los infectados debajo suyo se estremecía. No sabía si los oían, ni siquiera si los veían, aunque le inquietaba cada vez más aquella cocinera que se le quedó mirando.

-Estamos llegando-les dijo Jones, girando un poco la cabeza.

Se deslizaron un poco más hasta que llegaron a la rejilla donde terminaba el conducto, a metros de la salida del Campo de Tiro. Jones miró a través de la rejilla. No había nadie, tampoco oía a nadie. Agarró la rejilla y empezó a tirar hacia arriba con fin de levantarla. De improvisto, el conducto empezó a tambalearse de un lado a otro. Todos se alarmaron. Daniela gritaba a causa de las sacudidas. Petroff se intentaba agarrar a las paredes del conducto. Jones blasfemaba, intentando aguantar las fuertes sacudidas. Hopkins se había golpeado en la cabeza y estaba algo aturdido. A medida que iba volviendo a la normalidad, oyó detrás del estrépito del metal, los bramidos coléricos de un infectado. Miró hacia detrás. No había nadie. Las sacudidas eran cada vez más fuertes. El teniente oyó como uno de los tornillos que unía las piezas del conducto se desprendía de su agujero. Se estremeció más aún.

-¡Están intentando tirar abajo el conducto de ventilación!-gritó Hopkins.

-¡Dios santo!-exclamó el doctor.

Jones miró por la rejilla y vio como detrás, justo de donde venía el estrépito, se iban agolpando cientos de infectados. Pudo ver las piernas de un infectado colgando en el aire que se tambaleaban de un lado a otro. Unos cuantos infectados, agarraron las piernas del que estaba colgado y tiraban con fuerza hacia ellos. En eso momento, Jones y los demás notaron como el metal empezaba a ceder hacia abajo.

-¡Vamos a caer!-gritó de nuevo Hopkins.

Continuará...

(III) PARTE II: El Principio del Fin. Apocalipsis.

Primer contacto: Lo que pasó en el Centro Militar Estratégico. Kabul (Afganistán)

III

De camino notaba algo extraño en el ambiente, algo que lo perturbaba. El ruido de los alaridos feroces de los infectados orquestaba en la sala, pero algo había raro. Empezó a oír pasos acompasados y rápidos, que rebotaban en el suelo de la sala. Lo que vio que se acercaba le hizo recordar qué hacía el ambiente tan extraño como lo notaba. Hace unas horas, estuvo viendo en el quirófano los cuerpos sin vida de los soldados infectados; pero sabiendo lo que había visto, realmente ésos soldados se levantarían convertidos en devoradores natos de carne humana. Evidentemente, los pasos venían de un infectado que se acercaba hacia Hopkins. Venía desde el quirófano, y no venía solo. De hecho, a pesar de los soldados y el enfermero, había más infectados: los forenses y doctores que habían estado allí.

Sin apenas reaccionar, veía cómo el infectado se acercaba a pasos agigantados. Apuntó con la M4 y disparó a las piernas. El infectado que lideraba cayó al suelo, soltando un gemido. Se revolvía en el suelo, y mientras sus compañeros no cesaban su acercamiento. Empezó a andar hacia la puerta de los boxes, con el fin de entrar. Los otros infectados se dirigían sin pausa y veloces hacia su presa, y al ver que se movía, huyendo, corrían, más rabiosos todavía. Entonces notó un fuerte dolor en el tobillo, un dolor que lo apresaba y cayó al suelo de lado. El infectado que disparó a las piernas se había acercado a brincos hasta él y lo tenía agarrado, impidiéndole moverse. El infectado que lo apresaba le mordía la bota con todas sus ganas, de manera que el teniente gritó por el dolor y el miedo de ser mordido por uno de ésos seres. No podía hacer mucho más, pues tenía encima a los otros infectados, así que gritó, presa del pánico, esperando lo que iba a suceder.

De repente, un fuerte sonido a hierro impactando sobre el suelo sonó en la sala y Hopkins reaccionó, dirigiendo la mirada hacia el lugar. Un soldado de color, corpulento, había bajado de un salto desde el conducto de la ventilación, arrastrando la rejilla del mismo con él. Tenía un semblante serio y dominante. Iba armado con una escopeta, la cual no tardó en usar nada más pisar el suelo. El impacto dio a tres de los infectados que se acercaban, los cuales retrocedieron, cayendo al suelo, aún vivos. El siguiente impacto fue directo a la cabeza de un doctor, con parte del esternón a la vista a causa de un mordisco. Media cabeza salió volando por los aires, montando un espectáculo de sangre y masa encefálica que volaban por los aires. Otro impacto reventó la cabeza de otro infectado, dejando un cuerpo decapitado que anduvo tres pasos y cayó al suelo, creando un reguero de sangre a su alrededor. Uno a uno los infectados fueron cayendo. En cambio, Hopkins seguía doliéndose de los mordiscos que el infectado le pegaba en el plástico de la bota. Le pegaba patadas en los hombros y el cráneo, pero no se soltaba. Sin dudarlo ni un instante más, cogió su pistola y apuntó al cráneo. Disparó, y su captor dejó de morderle. Las gotas de sangre y restos de masa cerebral fueron a parar por todo el pantalón, hasta la altura de la cintura.

Hopkins se dolía, pero sabía que los dientes no se habían clavado en su piel. Entonces vio la gruesa mano del soldado de color, que se la tendía para que se levantara. Cuando se levantó y apoyó la pierna afectada, notó un fuerte pinchazo que se le extendió de punta a punta. Se tambaleó y el soldado le sujetó.

-¿Se encuentra bien, teniente?-le preguntó con voz grave y semblante serio.

Hopkins se separó del soldado y lo miró en detalle. Era americano, según indicaba el brazalete que llevaba alrededor del musculoso brazo. No llevaba el chaleco, si no una camiseta negra, llena de chorretones de sangre seca, que llegaban hasta el pantalón.

-Sí, no es nada…-miraba al soldado intentando reconocerle.

-¿Quedan más de ésos por aquí?-le preguntó apuntando con la barbilla hacia el quirófano.

Hopkins, desconcertado, tardó en contestar:

-No lo sé-y espiró mucho aire.

-Voy a ver-le dijo el corpulento soldado, que fue pisoteando los cuerpos ya sin vida de los infectados.

Los golpes y los alaridos de los infectados del pasillo cesaron. Justo en ese instante, desde los boxes salieron Petroff y Daniela, los cuales se acercaron al militar.

-¿Te encuentras bien, Stuart?-preguntó Petroff guardando las distancias.

El teniente asintió con la cabeza, y se tiró al suelo, muy preocupado. Se quitó la bota, el calcetín y miró en detalle la marca de la dentadura del infectado. Daniela y el científico lo vieron, y descartando el contagio, se acercaron. Daniela le echó un vistazo rápido.

-Te quedará un moratón importante. Ésos seres muerden con fuerza.

-Me alegro-dijo riendo el teniente.

-¿Y los disparos de dónde venían?-preguntó el científico.

-Un soldado me ha salvado la vida. Ahora está…

Y de nuevo, tres disparos de la escopeta se extendieron desde los quirófanos. Después, enormes pasos se acercaban hasta ellos.

-Quedaban tres más-comunicó el soldado de color-Les he dejado con un fuerte dolor de cabeza.

-¿Cuál es su nombre soldado?-preguntó Hopkins, incorporándose.

-Philip Jones, para servirles-hizo una reverencia-. Ah, y llamadme de tú, no me gustan las formalidades-dijo con tono vacilón.

-Encantado soldado Jones. A mí creo que me conoce. Éstos son el doctor Marcus Petroff y la enfermera se llama Daniela.

-Me parece muy bonito todo esto, pero ¿y la ayuda?-cuestionó Jones.

Hopkins no sabía nada. Él tenía la esperanza de que vinieran a rescatarlos; pero el cuándo era algo desconocido.

-Vendrán a buscarnos, por eso estamos esperando.

Jones empezó a reír a carcajada limpia. Hopkins se sentía humillado.

-Los altos mandos del ejército siempre creen que tienen el culo respaldado por los otros grandes; pero yo le digo que moriremos de hambre o por esos cabrones antes de que llegue la ayuda, que nunca llegará. Nadie los ha avisado, seguro, no creo que quede nadie más en sus cabales en este centro aparte de nosotros. Allí fuera está plagado de esos cabronazos “come carne”.

-¿Qué nos ofreces mejor que esto?-solicitó una solución el científico.

-La salvación. Las balas se acaban y hay cientos de esos locos por ahí afuera, hambrientos. No tendremos suficiente munición para volarles la cabeza a todos. Por eso, he pensado en salir de aquí sin montar el más mínimo barullo. Los conductos de ventilación-prosiguió Jones-, están en perfectas condiciones para desplazarnos sin tener que pasar por el suelo, y así podremos llegar tan lejos como queramos sin que nos topemos con esos caníbales. Mi idea es llegar al pasillo, lo más cerca de la salida al Campo de Tiro, y desde allí, cogemos un vehículo, el que sea, y salimos de este inferno tan rápido como podamos. Ese es mi plan, y lo haré, solo o acompañado-terminó con entereza.

Hopkins valoró el plan con minuciosidad, evaluando cada detalle, y era una buena opción de salir de allí con vida; de hecho, era el único y mejor plan. Se acercó al soldado Jones, y le extendió la mano.

-Cuenta conmigo.

Jones estrechó la mano con la del teniente, y las falanges de la mano del segundo crujieron, gritando por sí solas.

-Nosotros también vamos-dijeron a la vez el doctor y la enfermera.

-Muy bien, ya estamos todos. Ahora me gustaría daros algo a los dos-les dijo el teniente a Daniela y a Petroff-. Toma-le entregó a Daniela su pistola. Daniela soltó un grito ahogado cuando notó el frío metal en su pie-. Ahora, Jones, dale tú tu pistola al doctor.

Jones, resentido y arrepentido la soltó con escrupulosidad en las manos del científico. Marcus sintió el peso del arma, ansias de poder le inundaron la mente. Dejó a un lado el peso de los matraces, para coger el arma no biológica más aniquiladora del mundo. Eso le excitó sobremanera.

El grupo se acercó al mapa que estaba al lado de la entrada de la enfermería. Era un plano que detallaba todas las salas y habitaciones del centro, además de los conductos de ventilación en otro color. Su destino quedaba bastante lejos de dónde estaban; pero no se toparían con ningún infectado por el camino. El conducto de ventilación acababa a unos cincuenta metros antes de la salida al exterior, donde ellos querían llegar. No sería fácil, los cincuenta metros finales eran decisivos.

-Cuando lleguemos al final, corred como locos a la puerta, ¿queda claro?-advirtió el teniente.
Todos asintieron y después se pusieron en funcionamiento. Movieron un escritorio con ordenadores hasta debajo del conducto por el que Jones entró anteriormente. La rejilla estaba abierta, así que tendrían que saltar, agarrarse y trepar para adentrarse en los angustiosos conductos. Fueron desapareciendo dentro de los conductos uno a uno. El primero fue Jones, y el último fue el teniente, que dejó la sala mirando los cuerpos sin vida de los soldados y los médicos, que antes habían tenido una vida normal y corriente, como él. Un sentimiento de culpabilidad le aprisionó el pecho, dificultando su respiración por unos momentos. Cuando se metió entero en el conducto, los alaridos y golpes fuertes contra el metal reiniciaron; pero dentro del pasillo de hierro, apenas los oía.

Continuará...

(II) PARTE II: El Principio del Fin. Apocalipsis.

Primer contacto: Lo que pasó en el Centro Militar Estratégico. Kabul (Afganistán)

II

El teniente, intentando mantener sus dotes de mando, sacó el cargador de la pistola y miró las balas que había. Había quince balas, por tanto, no se había usado. Cargó de nuevo la Beretta, y pensó que tal vez debería usarla no muy tarde. Aunque estaba en un centro militar, se encontraba aislado, sin ningún tipo de códec, ni móvil, ni walkie; en definitiva, únicamente tenía una pistola con quince balas para auxiliarlo.

-Usted es el teniente Hopkins, ¿verdad?-preguntó la inocente enfermera.

-Así es-respondió tosco el militar.

-Es justo como me lo habían descrito-susurró Daniela, soltando una risita.

De repente, ya no hubo ningún sonido en el exterior de la enfermería. Hopkins pensó que estaba sufriendo alucinaciones y todo había sido una mala pasada de su cansada mente. Sin soltar la pistola, se aproximó a la puerta. Daniela, en cambio, retrocedió.

Cuando el teniente llegó a la puerta metálica, apoyó la oreja para escuchar con más detalle. Se percató de que no había nadie, y se decidió a abrirla. La enfermera soltó un grito ahogado, y después hizo caso de las indicaciones del militar. La joven se puso justo detrás del teniente armado. Giró el pomo con lentitud, prestando atención al exterior. Cuando el pomo llegó al tope, Hopkins sintió un escalofrío. Abrió un poco la puerta de metal, lo suficiente mirar un poco. Justo debajo de la puerta había un charco de sangre, y más lejos, otro más grande. Manos ensangrentadas tatuadas en la pared y en el suelo. Y no había nada más. Por tanto, asomó la cabeza.

La escena se repetía. Sangre, sangre y más sangre, y muchas armas por el suelo. Los pasillos estaban silenciosos, lo cual le extrañó, aunque si escuchaba con detalle podía oír alaridos muy en la lejanía y también gritos de angustia. Era muy lejos, lo suficiente como para salir y dirigirse al Centro de Mandos a pedir ayuda. Observó más en detalle hasta que vio muy cerca un fusil.

-Voy a salir-le dijo a la enfermera, que estaba detrás, asustada-. Quédese aquí, volveré con ayuda.

Daniela no dijo nada. Su cuerpo se descompuso al pensar que se quedaría sola, allí, con ésos locos fuera. El teniente abrió un poco más la puerta y sacó la mitad del cuerpo. Entonces los alaridos sonaron más altos. Venían desde lo lejos del pasillo, y unas figuras se acercaban a toda prisa. No reaccionó tan deprisa ya que vio algo confuso en una de las figuras. Eran dos científicos, pero uno corría, hablando un lenguaje que entendía pero no oía muy bien. El que le perseguía emitía gritos coléricos y tenía la bata ensangrentada. Esperó, aunque notaba como Daniela tiraba de él desde detrás, gritando que entrara de una vez.

-¡Ayuda!-gritaba como un poseso el científico.

¡Era Petroff! Y no estaba como esos seres.

-¡Aquí Marcus!-gritó Hopkins.

Justo entonces, desde detrás, tres soldados salieron a los gritos que el militar soltó. Ni siquiera miraron en detalle dónde estaba, sino que corrían hacía la voz, a toda velocidad. Hopkins se percató de los nuevos visitantes y tuvo imperantes ganas de cerrar la puerta y dejar a suertes la vida del científico; pero su sentido bélico salió adelante, ya que Petroff era muy bueno y sabía mucho del estudio de los bioterroristas. Él era una de las claves de su éxito.

-Si me cogen, cierre la puerta-le ordenó a Daniela, que seguía tirando de él.

Hopkins salió al pasillo, y casi resbaló con la sangre que estaba de felpudo. Indicó con el brazo a Petroff que estaba allí y notó cómo el científico aumentaba la velocidad. Se volvió y apuntó a los tres seres que se acercaban a toda prisa. Miró al fusil del suelo y se dispuso a cogerlo. Corrió, se deslizó un poco y agarró el fusil a la mitad. Apuntó a los seres que tenía encima y apretó el gatillo. Varios agujeros rojos se dibujaron en sus torsos, ya ensangrentados, y eso no los hizo retroceder. Hopkins se quedó petrificado, y sin esperar más tiempo, volvió atrás corriendo. Petroff estaba llegando a la puerta, cuando el militar pudo ver que el científico que le perseguía era Salazar con los ojos inyectados en sangre, y con parte de la mejilla arrancada.

-¡Entre a la enfermería!-le indicó mientras apuntaba a ambos lados.

El científico entró casi de un salto. Después entró el teniente, derrumbado mentalmente, viendo una y otra vez el rostro no humano del científico, Rick Salazar. Seguidamente, se sucedieron los golpes y los alaridos de los seres que estaban fuera.
Petroff, descansaba, medio agachado, con las manos en las rodillas. Respiraba a un ritmo frenético, y el pecho le daba unos pinchazos que casi le impedían articular palabra. En cambio, Hopkins estaba aturdido, pensando en los disparos que habían interceptado en el pecho de los seres de afuera, y que éstos no se habían inmutado. Si esa gente era humana, no era normal nada de lo que estaba pasando.

-Estamos perdidos-empezó Petroff, con respiración aguda-. Son como caníbales, ansiosos de carne humana. Cuando estábamos en el laboratorio, Rick y yo, empezamos a oír mucho jaleo fuera, y cuando nos asomamos a los pasillos vimos varios soldados corriendo hacia el pasillo. Esperamos un poco. Oíamos gritos, golpes, y más gritos, y la puerta del pasillo del laboratorio estaba abierta. Entonces, poco después, un soldado, ensangrentado y enloquecido, se lanzó contra Rick y lo mordió en el brazo-la voz se le resquebrajaba-. Entramos en el laboratorio, dejando a ése loco detrás de la puerta. Intenté curar a Rick, pero se iba apagando poco a poco. Iba presentando los mismos síntomas que los infectados que vinieron desde Qandahar. Esperamos algún tiempo dentro del laboratorio, y en ese tiempo, Rick murió. Pero volvió a la vida-y empezó a llorar desconsolado.

-Es cierto, todo aquel que recibe un mordisco muere y vuelve a la vida… cambiado-completó el teniente-. Eso mismo le pasó a un soldado en el pasillo.

Petroff, sollozando, continuó:

-Rick ya no era él. Estaba totalmente desinhibido, furioso y con ganas de “cazarme”. Se abalanzó contra mí, pero pude reaccionar pronto y salir, aunque no pude cerrar la puerta, pues Rick sujetaba desde el otro lado. Así que la solté y empecé a correr como loco, sabiendo que detrás venía Rick, o lo quedaba de él. Cuando salí al pasillo corrí hacia ésta dirección, ya que vi a dos soldados devorando a otro en el suelo. Después, solamente recuerdo que corría, corría…

Se hizo el silencio en la enfermería. Petroff se tumbó en una de las camillas para atemperar su ritmo cardiaco y respiratorio. Daniela intentaba llamar por teléfono, pero no daba señal. Estaban incomunicados, y los infectados de afuera no les daban tregua, seguían aporreando la puerta. Hopkins vigilaba que no entraran, y atendía sobre todo a la presencia de los infectados en el exterior, y cuando intentaba salir, antes de abrir la puerta, volvían a embestir la puerta.

Se acercó a la enfermera, que golpeaba el teléfono contra el escritorio, llorando desconsolada. Le puso la mano en el hombro, y aguantando las lágrimas le dijo:

-Todo saldrá bien. Vendrán a buscarnos en cuanto se enteren de lo ocurrido.

-¿Cómo puede estar tan seguro?

-Es muy probable que haya más gente como nosotros aquí, y tal vez hayan avisado. Si lo han hecho, en muy poco tiempo estaremos fuera de este infierno. Piense en algo que le pueda dar fuerzas, algo que le anime-le dijo al verla más sosegada.

-Sí-y rió la joven-. Pensaré en mi familia, en mi perro, en los buenos momentos… Gracias.

-¡Claro, eso es!-exclamó Hopkins, y los ojos se le encharcaron cuando pensó en su familia-. Ahora, tómate un descanso, tu turno hoy ha terminado-le ordenó, riendo.

Cuando Daniela se fue a recostar sobre alguna camilla, Hopkins se quedó solo, en la amplia y fría sala. Había luz, y eso era importante. Se acercó al ordenador y se intentó conectar a internet, pero la señal estaba cortada, y por tanto, no había conexión. No podían entender la razón por la cual estaban incomunicados, es más, la conexión a internet, así como la telefónica llegaban desde Kabul. Si habían perdido la conexión en el centro, el problema venía desde Kabul. Entonces la sangre se le empezó a helar cuando supuso que los seres del exterior podían haber extendido su presencia más allá. Entonces, apagó la pantalla del ordenador, y se acercó de nuevo a la puerta. Allí seguían un par de infectados asestando mamporros sobre la puerta metálica, creyendo que alguna vez se vendría abajo, aunque estaban muy equivocados. Miró de nuevo la M4 y pensó en que los infectados no habían notado a penas los disparos en el pecho, y de nuevo, quedó petrificado. Ya no le quedaba mucho más que hacer a pesar de portar un arma y ser una autoridad importante allí, ya que ésos seres no paraban de multiplicarse. Sin más, el cansancio volvió a su cuerpo y se dirigió a los boxes, donde estaban las camillas.

Continuará...

(I) PARTE II: El Principio del Fin. Apocalipsis.

Primer contacto: Lo que pasó en el Centro Militar Estratégico. Kabul (Afganistán)

I

El teniente Hopkins estaba agotado. Su cuerpo era un manojo de músculos sin poder de movimiento. Llevaba desde las seis de la mañana en pie, y no había pegado ojo ni media hora. La gente de su entorno valoraba su trabajo bien poco. Le decían que no hacía nada, que viajaba gratis, y también comía gratis; pero que en realidad daba tres voces a cada soldado y ya tenía las cosas hechas. Ahora, cogería a cada uno de sus amigos y les pondría por un día en la situación en la que estaba.

Estaba agotado mentalmente también, pues en las últimas horas no había hecho más que tomar decisiones, algunas de vital importancia. Y además, tenía continuamente detrás del teléfono al Presidente de los Estados Unidos pidiéndole explicaciones e informes.

En esos momentos dejaba el Centro de Mandos, y andaba por el pasillo, medio dormido. Estaba contento consigo mismo, ya que pensaba que la hazaña de ese día había sido la más buena de su vida. Había montado rápidamente una misión secreta respaldada por la OTAN, y si salía bien se llevaría la palma y podría ascender. Además, había salvado a ese hombre alterado que estaba afuera. Los soldados le acogerían y le salvarían de los que iban detrás.

“Después de una buena jornada, nada mejor que un buen sueño”, se dijo, sintiendo un gusto que le recorrió todo el cuerpo.

Salió a los pasillos del centro. Todo estaba en orden. Siguió andando por los pasillos en busca de la puerta de su habitación. Como un enfermo se tambaleaba de un lado a otro, los parpados le pesaban demasiado, se quedaría dormido en cualquier lugar… Pero su organismo activó el plan de emergencia y súbitamente volvió a recuperar la vitalidad cuando recibió el golpe fuerte de un soldado que pasó corriendo y se alejó a toda velocidad.

-¡Mire por donde va, soldado!-gritó, molesto.

De repente, sintió que algo pasaba. De frente venía otro soldado, que se agarraba el cuello, y se tambaleaba de un lado a otro, golpeándose con las paredes del pasillo. A su merced dejaba el rastro de gotas de sangre. Cuando estaba más cerca, vio como la sangre caía desde su cuello como una cascada, abriéndose paso entre los dedos. Además, la sangre le empezaba a salir por la boca, y con un gesto de terror intentaba decirle algo. El soldado herido cayó unos pasos delante. Hopkins se acercó a auxiliarle; pero ya era tarde, había muerto, desangrado. Su piel estaba tomando un tono amarillento, y se estaba helando por momentos a la velocidad de la luz.

Hopkins estaba paralizado ante lo que sus ojos le mostraban, es más, se le erizó el vello en todo el cuerpo. Agarró la Beretta del soldado fallecido y se fue adelantando en el pasillo, en el cual iba reinando el caos. Pudo ver a lo lejos como varios soldados corrían como locos porque algo les estaba persiguiendo. Detrás de la marabunta que corría, vio gente que agarraba a otra, la zarandeaba, la llevaba al suelo y la empezaba a mordisquear todo lo que pillaba. Eso le volvió a paralizar. Ahora, había gritos, pasos, golpes, y más gritos, gritos diferentes.

La gente empezó a salir de sus habitaciones, de sus puestos de trabajo, del gimnasio, de la cafetería. Todos eran unos curiosos que querían ver cuál era la reyerta que se había montado. No era cualquier cosa. Dentro del centro había caníbales.

Los soldados caídos se levantaban, ensangrentados, y descontrolados, atacaban a más soldados. Entre ellos había civiles, también encolerizados, que se lanzaban a los curiosos que ocupaban el pasillo.

La gente corría, gritaba, se volvían a meter donde estaban. Estaba siendo una cacería, y ellos eran las presas. El teniente miraba pasmado lo que estaba pasando, y sus piernas empezaron a moverse casi de manera inconsciente, ya que un par de soldados desatados se acercaba corriendo hacia él. Miró a su lado. Estaba la puerta de la enfermería. Era una puerta de metal, fuerte y resistente, suficiente para aguantar. La abrió y entró, y justo antes de cerrar, un soldado, aparentemente cuerdo se interpuso.

-¡Déjeme pasar!-le rogó, nervioso.

El teniente vio miedo en sus ojos y accedió. Estaba abriendo cuando vio como el soldado que murió delante suya se levantaba con los ojos inyectados en sangre, rabioso, como echando espuma por la boca y se acercaba. Entonces cerró, forcejeando con el joven que quería entrar. Cuando el joven se percató que tenía detrás un caníbal de ésos, empezó a gritar que le dejara pasar, y lloraba desconsolado. Después el caníbal se le echó encima y le arrancó gran parte del cuello.

Hopkins cerró la puerta, oyendo los últimos gritos de sufrimiento que el joven soldado emitía antes de morir. Estaba aturdido y no sabía nada del porqué tenía lugar esa encarnizada masacre. Después, oía gritos de dolor y sufrimiento, gente que corría intentando escapar. Golpes, más golpes, y gemidos coléricos, no humanos. Se apartó de la puerta y se echó las manos a la cabeza, con el cuerpo descompuesto.
-¿Qué está pasando?-preguntó una voz dulce de mujer desde el lateral.

El teniente apuntó con la pistola, con el pulso tembloroso. La joven enfermera gritó aterrorizada al ver que tenía el cañón de la pistola apuntándola a la cabeza.

-¿Te han mordido?-preguntó Hopkins sin dejar de apuntar.

-Baje el arma, por favor…-le suplicaba la enfermera, llorando.

-¿Le han mordido?-le gritó, muy nervioso.

La enfermera lloraba desconsolada, con las manos echadas a la cara, con fin de protegerse. Hopkins, al ver cómo estaba la joven, aparcó su nerviosismo a un lado y bajó el arma.

-Lo siento-dijo y se apartó.

La joven enfermera era rubia de ojos claros y piel poco pigmentada. Era delgada, y llevaba puesto un traje verde debajo de una bata que le quedaba bastante holgada. Cuando se quitó las manos de la cara, el maquillaje se había extendido por donde no debía.

-¿Cómo se llama?-le preguntó el teniente con tono más sosegado.

-Daniela.

-Lo siento, Daniela-se disculpó de nuevo el teniente.

Esperó unos momentos de silencio.

-¿Hay alguien más contigo Daniela?

La chica negó con la cabeza. Estaba intentando calmarse de la tensa situación; pero a pesar de sus intentos, los alaridos del exterior la llenaban de terror. En la enfermería no quedaba nadie ya que se habían hecho todos los reconocimientos a los soldados.

Continuará...

La novela continúa a un ritmo acelerado...


Como leísteis, el final de la primera parte es, dijéramos, frenético, y los protagonistas de la historia están en un buen aprieto. Se dejaron muchas incógnitas de la primera parte que en esta segunda se destaparán, por eso, no lo dudéis, seguid leyendo.

Espero estar agradando a tod@s, y sobre todo espero haceros pasar un buen rato.

A continuación, la segunda parte...

(XXI) PARTE I: Contacto

SHU, ORLANDO Y SAMANTHA-Qandahar (Afganistán). 04.10 horas

Cuando Orlando se metió dentro de la caseta empezó a buscar frenético una manera de salir de allí que no fuera en el exterior ni por la ventana. No tenía tiempo, así que pensó en una posible trampilla en el techo. Sabía que estaba pisando sangre y restos humanos, pero los desatados seres del exterior le hacían exprimir al máximo su instinto de supervivencia. Trepó en un de las mesas de madera y llegó al techo. Lo golpeó con todas sus fuerzas. Palpó hasta que notó como relieve. Dio un golpe en seco y una puerta salió disparada.

Saltó y fue a la ventana. Chistó a sus amigos y éstos empezaron a entrar. Justo en ese momento, los endemoniados de afuera dejaron de estar distraídos. Primero pasó la doctora. Shu pasó después. Faltaba Lucas. Orlando se asomó por la ventana y le vio luchando contra uno de esos seres; le clavó su machete por la boca, y en menos de un segundo desapareció de allí. Al mexicano no le dio tiempo a gritar su nombre.

-¿Y Lucas?-preguntó Shu, histérica.

-Se ha ido.

-¿Cómo que se ha ido? ¡No podemos dejarle ahí fuera!

-Créeme, estará bien-y se le erizó el vello al decirlo-. Ahora, ¡subid!

Samantha subió primera. Después Shu. Por último Orlando, que casi se colgó de un salto. Cuando ya estaba casi arriba notó que tiraban de él hacia abajo con una fuerza descomunal. Gritó y alarmó a las chicas. Shu y Samantha le sujetaron de las axilas y le intentaron subir. Con eso y con las patadas que propinó a su captor, logró subir al techo. Tan rápido como pudieron, cerraron la trampilla y se insonorizaron los bramidos coléricos.

Estaban exhaustos, asustados y derrumbados. Orlando agarró su Sniper, puso la mira de visión nocturna y apuntó. Casi se viene abajo de lo que vio: unos treinta de ésos locos estaban ocupando el lugar. Muchos estaban como perdidos, sin saber dónde ir, otros daban saltos con las manos alzadas, intentando llegar a ellos, y otros corrían persiguiendo a Lucas.

El soldado iba pegado a la pared de la casa, esquivando los que se ponían por delante, forcejeando con los que le agarraban. Finalmente, llegó a torcer la esquina y se paró.

“¿Qué te pasa? ¡Sigue, joder!”, se decía Orlando mientras apuntaba.

De repente, vio cómo Lucas forcejeaba con una niño lleno de locura que se lanzaba a su cuello, y ambos cayeron al suelo. No podía disparar, ya que se zarandeaban mucho. Era buen tirador, pero un fallo así podría ser fatal para su amigo. Miró más allá de los que estaban luchando en el suelo, y empezó a disparar a los que ya estaban llegando donde Lucas. En muy poco tiempo, vio que el cuerpo del niño estaba en el suelo, tirado, con el machete clavado en el ojo, y Lucas no estaba. Le inundó una alegría que le ayudó a disparar con mejor puntería todavía. Continuó disparando, creando un espectáculo de sangre, hueso y masa encefálica que salía disparada por los aires.

Ya no podía hacer nada por Lucas, la suerte estaba echada. Dejó de disparar y pensó en qué hacer. El techo de la caseta era viejo, y no sabía el tiempo que aguantaría el peso de los tres pero no mucho. Miró a la casa que estaba a dos metros de distancia, más o menos. Muy cerca de allí vio que la casa tenía una terraza.

-Voy a saltar-les comunicó el mexicano.

-No llegarás, Orlando-le dijo Shu.

-Moriremos de todas maneras. Si llego haced lo mismo que yo-y miró a las dos, en especial a la doctora, que tenía un gesto de pánico.

El soldado mexicano se preparó en el borde del techo de la caseta para saltar. Tragó saliva y se dispuso a hacerlo. Esperaba un poco de apoyo por parte de las presentes, pero no recibió nada, aunque era lógico, ya que todos necesitaban apoyo moral. Entonces, saltó. Sentía como volaba por encima de diablos que lazaban los brazos intentando cazarlo. Llegó al borde de la terraza, con el poco esfuerzo que le quedaba trepó hasta saltar al otro lado. Ya estaba en la terraza, ¡estaba a salvo! Les indicó con la mano que saltará la siguiente. Así lo hizo la doctora, que pasando por más dificultades que Orlando, pudo llegar a la terraza. Por último saltó Shu, que llegó sin problemas, gracias a su capacidad atlética.
-Bien hecho-felicitó el mexicano-. Ahora vamos dentro.

Corrieron los ventanales de la terraza y entraron en una habitación. Cerraron tras de sí, y el mundo diabólico de fuera se fue de sus vidas. Shu y Orlando hicieron un reconocimiento de la sala, y no había nadie; sólo ropa por los suelos, y maletas a medio preparar. Por lo visto, los que vivían allí estaban a punto de irse antes de todo el desastre.

Movieron el armario hasta la puerta con el fin de prevenirse de la entrada de los de afuera, y reposaron por fin. Shu y Samantha se tumbaron en la cama, mientras que Orlando reposó en el suelo, con una almohada improvisada de ropa. El mexicano haría de guardia. Estaban algo calmados, incluso sabiendo que los seres de afuera estaban acechándolos.

El amanecer les daría una visita más agradable, con la luz del sol. A pesar de eso, la luz del gran cometa también les dejaba a los seres del exterior verles mejor también a ellos.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

(XX) PARTE I: Contacto

CHUCK, CARLOS Y STEVE-Qandahar (Afganistán). 04.10 horas

Chuck marcó el número para llamar a Lucas. El tonó sonó una vez, dos, y se cortó. Extrañado, miró el aparato y vio que estaba bien. Probó de nuevo, pero esta vez estaba apagado. Se preocupó, y más pensando que pudiera haber locos como el hombre obeso que estaba atizando la puerta con su grasiento brazo. Chuck recordaba la fuerza del hombre cuando estuvo enfrentándose a él, y por primera vez se sintió inferior delante de un enemigo.

Los golpes no cesaban, y Carlos revisaba de nuevo la herida de Steve. Parecía estar infectándose, a causa de ello, Chuck subió al segundo piso a buscar el maletín de primeros auxilios. A medida que subía iba escuchando en menor intensidad los insistentes golpes del hombre colérico que estaba afuera. De nuevo estaba allí arriba, en la pequeña planta habituada como una habitación. Rebuscó en el armario y encontró el botiquín.

Cuando estaba abajo, Carlos rebuscó los analgésicos que había y se los dio al novato. También le dio un antibiótico y le curó con alcohol la herida, que ya no sangraba apenas. Steve se mordió los labios de dolor con tal magnitud que se clavó los dientes.

-Vamos, hombre, peores heridas he tenido yo-le dijo Carlos, riendo. Steve no pensaba lo mismo, pues sudaba y lloraba del dolor.

Chuck inquietado, intentó llamar de nuevo a sus amigos, pero no estaba encendido. Entonces, decidió llamar al centro. Llamó y los tonos se sucedían en un ritmo cansado, sin obtener respuesta. Se colgó. Intentó de nuevo, pero nadie lo cogía.

-Es el mejor momento para tomar un puto café-bramó enfurecido el noruego.

Esperó unos segundos y lo intentó de nuevo. Nada, y los golpes del loco obeso seguían repitiéndose en la misma magnitud, aunque alternaba con algunos golpes muy fuertes, que hacían tambalearse el armario.

-Hay que salir-se decidió Chuck.

-¿Estás loco?-increpó Carlos.

-Yo no saldré ahí fuera, ni borracho-dijo Steve, aguantando estoicamente el dolor.

-Muy bien, pues quedaos aquí, esperando a que ese loco de afuera entre y os coma vivos. A lo mejor eso os parece mejor-Chuck se estaba enfadando-. Además, estoy seguro que ese tío no está solo.

Hubo un momento de silencio, de pensamientos, de tranquilidad…

-De acuerdo, ¿cuál es el plan?-accedió Carlos, mientras Steve le miraba con la cara desencajada.

-¿No se os ocurrirá salir, verdad?-preguntaba el novato, susurrando, aún sabiendo que no sería escuchado.

-El plan es el siguiente-Chuck sacó el plano del Qandahar-. Steve apunta al mapa, por favor-el pelirrojo hizo lo que le pidió-. Nosotros tenemos la URO aparcada más o menos aquí-y señaló con el dedo una zona del mapa, próxima a la salida-. Hemos venido por aquí-fue marcando el terreno con el dedo-, aquí encontramos al perro…

-Es cierto, ¿y el perro?-le cortó Carlos.

-No sé, no se le ha oído más desde que llegamos-contestó Chuck.

-La última vez que lo vi estaba junto a su amo muerto, o vivo, yo que sé-dijo el novato.

De repente, una puerta se estaba abriendo. Seguidamente, se oyeron las pezuñas del perro afgano, suficientemente lejos como para no verlo. Además, se oían gruñidos y gotas intermitentes que sonaban contra el suelo. Chuck se levantó, indicándoles que se quedaran donde estaban. Apuntó con la M4 y se acercó al perro. El perro también se acercaba, colérico. Cuando Chuck pudo ver al animal, vio cómo también él había “cambiado”. Sus ojos rojo intenso lo miraban, desafiantes, y babas con sangre se desprendían de su boca. Sin más, se le echó encima. El noruego se apartó fugazmente, y el cuerpo del perro salió disparado de frente, casi al lado de los otros dos soldados. Carlos y Steve se movieron alarmados al ver al animal.

-Con esta no vale-susurró Chuck mirando el fusil-; ésta mucho mejor-rio al mirar la Magnum-. ¡Carlos, alumbra al cucho!

Y así paso. Carlos alumbró con su M4 al perro que les iba a atacar ahora ellos, y Chuck disparó dos veces seguidas, notando por su sangre la adrenalina por la belleza que tenía entre las manos. Los disparos fueron certeros, uno en el costado, y otro en el lateral del pequeño cráneo. La furia del animal cesó en cuanto cayó al suelo, formando un charco de sangre debajo; pero la furia del hombre obeso, aumentó al percatar de nuevo que seguían ahí dentro sus presas. Aporreó la puerta con tal fuerza que Carlos tuvo que empujar en dirección contraria.

-Debemos salir de aquí he ir a un lugar más seguro-continuó Chuck con su plan-. Más o menos estamos aquí-señaló el mapa-, en alguna de estas casas. No queda muy lejos de aquí la mezquita, a dos calles. Sus puertas son grandes y fuertes, y los ventanales son altos. Si corremos es posible que lleguemos en menos de dos minutos-midió a vista la distancia en el mapa. Al amanecer volveremos a la URO.

-Muy bien-dijo Carlos, aguantando las fuertes sacudidas del hombre-, ¿y qué hacemos con éste?

-Volarle la cabeza-Chuck no titubeó ni un momento-. No sabemos qué le pasa, si quiera sabemos si es humano ya, joder. Hay que acabar con él.

-Tiene que ser rápido, éstos locos tienen una fuerza descomunal-le explicó Carlos, que cada vez podía menos con las embestidas.

Chuck asintió. Apuntó con su Magnum hacia la puerta, y le dijo:

-¡Apártate!

Carlos se apartó, y tras la fuerte sacudida, la mesa y mesilla que soportaban el armario salieron disparadas. El armario se tambaleó, pero no cayó. Con otra embestida se movió un poco de su posición. Otra embestida dejó pasar el brazo ensangrentado del hombre. Continuó empujando, y Chuck esperaba.

-¿A qué esperas?-le gritó Steve.

Chuck esperaba. El hombre seguía empujando y ya tenía medio cuerpo dentro; pero era imposible apuntar debido a la fiereza con que se movía de un lado para otro. Pasó parte del tronco. Su cara estaba empapada de sangre y amarilla, y su gesto era un auténtico infierno. Al verlos, golpeó con más fuerza, y finalmente dejó un espacio suficiente para pasar.

“Ahora”, se dijo Chuck apuntándole. Carlos le alumbraba para facilitarle el acierto a la primera. El hombre les miró a todos, pero en especial a Chuck. Parece ser que tenían pendiente una charla por lo de antes. Gimiendo altísimo, se lanzó a por el noruego a una velocidad increíble.

-¡Dispara!-le gritaba Steve.

¡Bam!

El disparó impactó entre ceja y ceja, y como una roca, el mastodonte se dejó caer, muerto. Un hilillo de sangre salía por el agujero de la bala, y el gesto colérico del hombre quedó grabado para siempre en su rostro.

-¡Vamos!-gritó Chuck, cargando ahora con la M4.

Salieron a la calle. Chuck lideraba el grupo, Steve iba segundo y Carlos al final. Les preocupó que no hubiera silencio. Algo en la lejanía rompía la tranquilidad parecían disparos…, y también pasos, miles de pasos. Alguien corría muy cerca de ellos.

Apresuraron la marcha en dirección a la mezquita. Los pasos se iban acercando más, y ellos aceleraban a su vez en consecuencia. Ahora, escucharon con más detalle los disparos de un rifle francotirador en la lejanía, aún así seguían corriendo. Pasaron una calle y no se habían topado con nadie, exclusivamente, los pasos detrás les estaban alcanzando.

Los tres estaban exhaustos, corriendo sin parar. Si eso eran dos minutos, parecían dos horas, porque nunca llegaban. Entonces, sonó un grito, y casi tropieza con algo del suelo. Era Steve, que había caído. Se dolía de la pierna, y apenas podía levantarse. Carlos paró y le ayudó a incorporarse. En ese momento era tarde, y tenían a diez de ésos seres encima. Carlos empezó a disparar en todas direcciones. Steve se puso detrás.

-¡Corre, Steve!-le gritó.

Chuck llegaba desde detrás. Se unió al tiroteo. Muchos caían, otros ni se inmutaban, y algunos que caían se volvían a levantar más encolerizados. Steve continuó corriendo sin esperarlos. Con su Glock no podía hacer mucho, así que decidió correr, aunque la pierna le molestaba.

Carlos disparaba como un poseso, y Chuck a su lado, hacía lo mismo. Parecía que estaba en todos los lados. De frente, a la izquierda, a la derecha, algunos desde atrás. Y las balas se iban gastando.

-Tenemos que irnos, Carlos-gritó Chuck por encima del estruendo de los disparos.

-¡Ve tú, yo te sigo!

Chuck lanzó la última ráfaga y un par cayeron al suelo. Uno volvió a ponerse en pie. Carlos disparaba echándose hacia detrás progresivamente. Debía de ver el momento adecuado para echar a correr. Disparó de nuevo y se vio forzado a correr porque se le acabaron las balas. Ahora los locos hambrientos le seguían muy de cerca.


Steve seguía solo, corriendo, exhausto y lleno de angustia. Solo, y con su pistola, era carne fresca en la sabana. Se sentía muy cansado, demasiado. Sus músculos le pedían piedad, y la pierna le lanzaba descargas de dolor. Entonces paró, ya no tenía mucho que hacer. En la casa o fuera estaban en peligro, así que tarde o temprano tendría que pasarles algo. Así que sintió como uno de ésos seres se lanzaba desde el lado izquierdo y le arrastraba en contra de lo que quería. Todo fue muy rápido, y debido a la velocidad con que iba el ser que le atacó, salieron disparados unos metros de donde estaba. A medida que se iba alejando oyó su nombre de boca de Chuck; pero nadie se acercó a ayudarle. En cambio, muchos de esos seres se lanzaron a por Steve. Steve seguía siendo empujado, y su captor intentaba frenarse para poder hincarle el diente. El novato apenas era dueño de sus piernas ni de su movimiento. Iba a perder el equilibrio, y en el suelo sería devorado por el ser. Notaba cómo intentaba acercar su boca a su cuello, incluso su respiración agitada; pero de repente, dejó de pisar el suelo, y cayó. Rodaron él y su acompañante, que intentaba morderle de todas maneras. Steve notaba como la tierra le arañaba la cara, las manos y el cuerpo entero, y el polvo le cegaba por completo. Todo le daba vueltas, y los gemidos del captor no paraban. Ellos seguían cayendo y seguían luchando por soltarse o hincarle el diente.
Steve notó como la curva por la que caían se acababa. El captor, al tocar suelo llano, se partió el cuello, muriendo en el instante. A diferencia, Steve, salió volando unos metros. Tenía el cuerpo dolorido, magullado y estaba cubierto de polvo y arena. Quería morirse, pero perdió el conocimiento.


Chuck y Carlos corrían buscando la mezquita, pero ya habían pasado dos minutos y lo único que habían visto era más y más de ésos extraños humanos. Carlos miraba hacia atrás y se fascinaba con la resistencia de ésos seres, que corrían más si se lo proponían, y en cambio, ellos estaban agotados. De repente, Chuck rió a carcajada cuando vio el cartel que indicaba que la mezquita estaba a diez metros.

-¡Adelántame!-le ordenó Chuck a Carlos, que vio el cartel de la mezquita y sintió un alivio general. Chuck iba ahora detrás.

Ya estaban subiendo las escaleras que llevaban a la mezquita, cuando el noruego se quedó parado abajo. Carlos le miró y vio que estaba agarrando una granada de su cintura; entonces corrió hacia la puerta. Chuck quitó la anilla de la granada y la lanzó seguida de un improperio que le daba la victoria. Después, corrió detrás de Carlos.

La puerta de la mezquita estaba entreabierta. Carlos la golpeó con los brazos, y ésta se abrió de golpe. Pasaron, cerraron detrás de sí y un fuerte estallido hizo temblar Qandahar.

Continúa...

(XIX) PARTE I: Contacto

LUCAS, SHU, ORLANDO Y SAMANTHA-Qandahar (Afganistán). 04.10 horas

Este silencio no era como el que notaba cada vez que apagaba las luces en su habitación y se tumbaba en la cama. El silencio del lugar donde estaban no le tranquilizaba lo más mínimo. Lucas, después de haber corrido despavorido de algo que no había visto, había ordenado que sus compañeros apagaran las luces de las linternas. Después, les guió hasta un rincón, cercano a la pequeña caseta de donde seguía saliendo un pútrido olor. Estaban entre medias de la caseta y la casa, con lo cual, la poca luz de la luna no penetraba hasta ellos, y así no los delataría su posición. Se posicionaron de la manera más rápida en posiciones un tanto incómodas; aún así no debían hacer el más mínimo ruido.

Cuando Lucas les había dado la voz de alarma, los demás no entendían la razón, pero no tuvieron duda de que estaba justificada por la cara desencajada que traía. Sin rechistar las apagaron y se escondieron donde el madrileño les dijo. Poco después, entendieron cuál era la razón del terror que llevaba Lucas en su cara, pues miles de pasos, a toda velocidad, pisoteaban el suelo, extendiendo un temblor que les hacía hasta tambalearse.

Si intentaban decir algo, Lucas les chisteaba con fuerza, impidiendo soltar ni una palabra. Los pasos se multiplicaban por cada segundo que pasaba, y cada segundo que pasaba multiplicaba la intensidad de las pisadas. No había duda de ello, eran muchísimos. Tras los pasos, que no cesaron en unos minutos, se oyeron respiraciones muy fuertes y roncas, que venían desde lo más profundo de la laringe. También había pasos, pero eran lentos.

Estaban a oscuras desde que se escondieron en el hueco entre las casas, y el sentido de la audición multiplicó su eficacia por mil, haciéndoles oír cada uno de los detalles sonoros del lugar. No sabían si los extraños visitantes les veían, pero por el tiempo que llevaban allí metidos parecía que la vista no era su fuerte. Lógicamente, y por lo que habían llegado allí era por el oído. Pero había algo más inquietante en esos seres que les rodeaban, y era su olfato. Se oía continuamente como intentaban olfatear en todas direcciones; pero tampoco conseguían nada.

En esos pocos minutos que llevaban escondidos habían pasado por su cabeza miles de cosas. En primer lugar su vida, su mujer y sus hija, y lo feliz que sería con ellas, haciendo cualquier cosa. En segundo lugar se arrepentía una y otra vez de sus arrebatos de ira, ya que gracias a él y sus brillantes ideas, todos estaban metidos en un buen lío. Él sabía que sus amigos no le iban fallar de ninguna manera, pero la confianza que le tenían tal vez les había puesto en un gran aprieto. Pero, más que nunca deseo estar allí, perdido en la oscuridad de Qandahar, él solo. También pensó en Carlos y los demás, y de cómo estarían, comparando como estaban ellos.

En ese pequeño escondite que les separaba de esos visitantes extraños se oía todo con detalle. Si se movía, si se paraban, si olfateaba, e incluso se oía el sonido del choque de los dientes en el abrir y cerrar de boca. Eso les preocupaba a todos, pues si ellos les oían tan bien, tal vez ellos les oyeran igual o mejor. No podían hacer nada que les fuera a delatar, ningún movimiento, nada de nada…

Y de repente, sonó un ruido muy cerca. Lucas, que era el que estaba más cerca de la salida del escondite, notó las piedras pequeñas en la bota y el polvillo en la cara. Uno de ésos seres estaba a escasos centímetros de él; pero no sabía cuántos exactamente. Se cuerpo se ruborizó súbitamente, y empezaron a temblarle un poco las piernas. Detrás, sus compañeros se inquietaron tanto o más que él. En ese momento, mejor que nunca pudo oír la forma que tenían de olfatear. Al igual que como hace un perro cuando olfatea, éstos individuos cogían y soltaban aire unos cien veces por minutos. Estaban buscándoles, y eso le llenaba cada vez más de horror a Lucas. Además olían a mucho a sangre y a suciedad, que se mezclaban con el olor a podredumbre del ambiente.

Sujetaba su fusil, y tenía una pistola; pero a pesar de ello se sentía como una hormiga a punto de ser pisada por una enorme zapatilla del número 44. Intentó frenar su respiración acelerada por la situación, y deseó que sus compañeros detrás hicieran lo mismo. La situación era insostenible, tanto como la posición que había tomado desde que se metieron, ya que era tan mala que los músculos empezaban a pinzarle, regañándole. Algunos de ellos se habían colocado de mejor manera, pero no era su caso y el de la doctora, que aguantaba, las oleadas de lágrimas y gritos que la venían desde lo más profundo de su cuerpo. Los que eran militares no eran más duros que una doctora, empapada siempre con libros y pipetas en el laboratorio. Todos flojeaban, y estaban horrorizados por los seres desconocidos que les rodeaban, y que cada vez tenían más cerca.

Tras estar escuchando su respiración rápida durante unos minutos de tensión, el individuo se marchó de su lado, más lejos. Imploró, por tanto, un estado de tranquilidad escaso pero suficiente. Recordaba uno a uno todas las respiraciones que emitía y que sabía que les buscaban, y tampoco podía borrar el olor que emitían a sangre. Pero la tensión había pasado por el momento.

Mientras disfrutaban de esos momentos de tranquilidad, la doctora O´donell sosegaba su yo interior y la tensión se acumulaba en los músculos de la mandíbula, que la presionaban, fuertemente. Ahora quedaba esperar hasta que se cansaran de buscarlos, aunque por las ansias con que olfateaban, se temían que no se fueran a ir tan pronto, y menos con las manos vacías.

De repente, y fuera de su control, el agudo y ensordecedor sonido de llamada del códec se extendió desde su escondrijo hasta los oídos de cada uno de los individuos que estaban buscando al grupo. Lucas sintió que se desvanecía en cuanto oyó la primera sintonía del aparato, pero desafortunadamente seguía despierto para ver lo que se les avecinaba. Los demás sintieron escalofríos insistentes por todo el cuerpo, y cuando oyeron definitivamente la voz de guerra de sus captores, las lágrimas de muchos salieron disparadas, con ganas.

Lucas apagó el códec, sin siquiera mirar quien había sido; aunque ya era muy tarde. Los ensordecedores gritos coléricos de los visitantes fueron lanzados hacia ellos como un anzuelo. Lucas, aturdido psíquica y físicamente, empezó a notar el desaliento en su cuerpo y también en el de sus compañeros. Quería llorar, gritar, salir corriendo, pero no tenía ojos en la penumbra en la que estaban sumidos. Todo pasaba muy lentamente, incluso los gemidos y las pisadas de los visitantes que casi tenían encima. Notó como la sangre se le helaba, notó frío, notó la muerte desde muy cerca…, notó que alguien desde detrás salía del escondite. No veía nada, no sabía quién era, no reaccionó.

-¡Orlando!-oyó el grito desgarrado de Shu desde detrás.

Ahora sí que reaccionó. En muy poco tiempo, y como una estampida notaba los pasos ya encima; pero una luz en medio de la nada los frenó, y miraron hacia la misma. Era Orlando que había encendido la linterna de la M4. Con lo que alumbró, pudo ver desde su posición sólo seis de ésos visitantes, ensangrentados, magullados, y de todos los sexos. Todos miraban al mexicano. Todos se lanzaron a por el mexicano. Pero Orlando reaccionó a tiempo y lanzó la M4 lejos de su posición, y se introdujo dentro de la caseta.

Entre la marabunta de gritos y pasos, Lucas y los demás no podían interpretar nada. Solamente sabían que la M4, con la linterna encendida cayó lejos, y los visitantes se dirigieron a ella. Tal vez no todos, pero ello no quiso precipitarse y salir.

-¡Orlando!-susurró.

-¿Dónde diablos se ha metido?-se lamentaba Shu, con lágrimas en los ojos.

El sonido de gemidos y pasos no cesaba, y la respiración de esos locos estaba acelerada. Los buscaban, ahora más que nunca. Esperaron un poco más.

-Voy a salir-dijo Lucas, agarrando fuertemente la M4. Oleadas de adrenalina corrían por sus venas.

-No, no lo hagas, por favor-le dijo Samantha, melancólica, sujetándolo del hombro.
De repente, oyeron que alguien les chistaba justo por encima de sus cabezas.

-Chicos, soy yo-era la voz del mexicano, que susurraba a través de una ventana desde dentro de la caseta.

Todos se alegraron, pero no tuvieron tiempo para celebrarlo, así que sin esperar empezaron a meterse dentro de la caseta, atravesando la ventana. La jauría de seres humanos coléricos se sacudía alrededor de la luz, buscando desesperadamente a su dueño. Pero algo en ellos sembró la duda y empezaron a separarse del foco luminoso. Ansiosos, buscaban de nuevo.

Shu estaba atravesando ya la ventana, y después iría él. No sabía cuál era el plan, pero cualquier cosa era mejor que estar ahí fuera. Colocó las manos en los laterales de ventana y se dispuso a entrar, cuando se presenta ante sí el fuerte gemido colérico de uno de ésos seres. Pasaron muchas cosas por su cabeza, pero se quedó con una: no poner más en peligro a los suyos. Desistió de entrar en la caseta y se enfrentó cara a cara con el ser que debía tener justo delante. Agarró el arma, encendió la luz de la linterna, y ante sí apareció una boca con los labios desagarrados y totalmente ensangrentados que se lanzaba a su cuello. Le golpeó en la cara con la M4, sintiendo que le había roto la mandíbula. Aprovechando que se echó unos pasos hacia atrás, agarró su machete y se preparó. De nuevo, el alocado ser lanzó otro mordisco, y esta vez la boca se le llenó del cortante hierro del machete, que atravesó su garganta hasta el cerebro. Lucas notó como el machete se hacía hueco por el hueso y cómo atravesaba la masa encefálica. Después, tan rápido como metió, lo sacó y se lo guardó. Empezó a correr lejos de la caseta, armado, y con la linterna alumbrándole el camino apestado de esos humanos locos. Sabía que con lo que estaba haciendo los atraería; pero en definitiva debía de hacerlo, aunque no quisiera.

Por el camino se chocó con una mujer de unos treinta años, que lo miraba con la cara desencajada, los ojos fuera de sus órbitas e inyectados en sangre. La golpeó con todas sus fuerzas sin pararse. Le dejó vía libre. Siguió andando y uno a uno ésos seres se iban poniendo en medio de su camino. Estaba perdido. Estaba rodeado. Empezó a disparar y aunque no lo vio, sangre y masa visceral salía disparada en todas direcciones. De nuevo el camino estaba libre. Continuó introduciéndose entre los seres hambrientos, que le lanzaban los brazos para cazarle desde lo lejos.

Torció la esquina de la casa. Sabía que saliendo encontraría campo abierto donde moverse mejor. Delante de él apareció un niño, convertido en un loco devorador de ésos. Ése niño era el mismo niño que recogieron en la URO por la noche, y que había fallecido. Atónito, miró cómo el niño, fuera de sus cabales, se arrojaba a toda velocidad encima suya. Perdió el equilibrio y cayó. Con la caída se le escapó de las manos el fusil, con lo cual estaba desarmado. Sujetaba al niño de los hombros impidiendo que su boca llegara a su cuello, y a pocos metros oía los pasos de los demás que se acercaban, hambrientos. No podía hacer nada, y lo que más le dolía era haber metido a todos en aquel lío. La tristeza le inundaba mientras luchaba contra las ingentes fuerzas del niño endemoniado. De pronto, un disparo sonó por encima de los terroríficos gemidos. Uno de ésos seres cayó muy cerca de Lucas, con impacto de bala en el cráneo. Después se sucedieron los disparos, y fueron cayendo más de ésos seres. Orlando le estaba ayudando desde lo alto del techo de la caseta, donde se hallaba junto con las otras dos mujeres. Era vivir o morir, era morir ahora o retrasar la muerte. Optó por la última. Agotaría sus últimas fuerzas…

Cambió de posición y se colocó sobre el niño, que se movía frenético. Los disparos se sucedían muy rápidamente, y poco después sonaba el impacto del cuerpo de uno de ésos seres contra el suelo. Lucas agarró el machete de nuevo y lo clavó en el cráneo del niño, atravesando el ojo derecho.

“No tenía opción”, se dijo, culpándose una y otra vez.

Se levantó a toda prisa y abandonó la zona. Había salido de los terrenos de la casa, y ahora estaba perdido. No conocía nada del lugar, y aunque los disparos se sucedían, los locos que habían escapado le estaban pisando los talones. Encontró otro a la derecha. Lo esquivó. A la izquierda, y lo esquivó. También esquivó al que venía de frente. Todos ellos se sumaban a la estampida que lo perseguía. Los disparos se escuchaban ya muy bajos, por lo que estaba muy lejos del lugar.
Cada vez eran más los que se iban interponiendo en su camino, y por ello decidió emplear fuego contra ellos. Corriendo no era un buen tirador, pero tras una ráfaga de seguida lograba darles en la cabeza a más de uno.

La adrenalina corría por sus venas, llenándolo de más vitalidad, aunque el miedo que sentía era en ocasiones superior a sus fuerzas. No sabía hacia donde llevaban sus pasos, lo único que esperaba era no entrar en un callejón sin salida. Pero de repente vio cristales. Un banco para sentarse, una rueda de un coche desperdigada, lejos de su eje. Después vio la salvación ante sus ojos: un coche. Estaba en perfectas condiciones, a no ser por las abolladuras y los cristales destrozados; pero para lo que él lo quería le valía de sobra.

Se quitó la M4 y la lanzó lejos de su posición, intentando despistar a la manada que lo seguía. Después, sin esperara a ver si había surtido efecto, se arrastró por el suelo hasta meterse debajo del coche. Se colocó boca abajo y esperó, deseando que ninguno de ésos seres le hubieran visto. Mientras, ráfagas de disparos empezaron el concierto no muy lejos de allí.

Continúa...

(XVIII) PARTE I: Contacto

CHUCK, CARLOS Y STEVE-Qandahar (Afganistán). 04.00 horas

Desde que el disparo llenó los rincones de la casa, algo se estaba sacudiendo, furioso en las calles de Qandahar. Carlos, que no había visto nada fuera de lo normal, fue corriendo hacia la zona de donde venía el disparo, guiado por sus sentidos de la audición. A medida que se iba acercando vio gotas de sangre en el suelo; pero ya estaban secas, con un aspecto negruzco. Oyó gemidos de alguien que se quejaba y la voz de Chuck pidiendo una evaluación rápida de lo que había asado. Se alarmó más al pensar que el que podía estar herido era el novato. Aceleró y se adentró por una de las puertas, la que tenía una palma de la mano ensangrentada grabada.

Steve estaba tirado en el suelo, doliéndose de la pierna. Tenía un disparo a la altura de cuádriceps, y la sangre salía a borbotones, sin pausa.

-¡Oh, dios, Steve!-exclamó Carlos al ver a Steve herido. Sin más dilación se arrodilló y empezó a valorar la gravedad de la herida.

El joven soldado estaba sudoroso, y se mordía los labios del dolor, aguantando un grito por detrás de la boca, un grito de sufrimiento. Carlos había visto muchas heridas, y a pesar de las escandalosas que eran esas heridas, con un torniquete pueden aguantar sin problemas hasta ser atendida por un profesional sanitario. Rajó la parte del pantalón, justo a la altura donde estaba el impacto, y pudo ver por fin, la fiereza con que la bala penetró en la carne de Steve. Era una herida importante, aunque no había tocado ninguna arteria trascendental.

-No me dio tiempo a pedir ayuda-dijo medio susurrando el novato; después se mordió los labios de nuevo.

-No importa, ya estoy aquí. Prepárate, pararé la hemorragia. Esto te dolerá un poco-y seguidamente apretó el muslo de la pierna, justo por encima de la herida con un pañuelo que sacó de su mochila. El novato emitió un grito de dolor casi insonoro, cerró los ojos y sudó mucho más.

Chuck, que había estado en el piso de arriba, nada más oír el disparo, dejó lo que estaba haciendo y bajó a toda prisa por las escaleras, armado con su M4. Mientras bajaba pedía a gritos que alguien le avisará de lo que estaba pasando; pero no recibió noticias. Su agonía aumentaba al oír gemidos de dolor que venían de abajo. “Venían de la derecha, sí de la derecha”, rectificó en su mente.

En cuanto bajó se adentró en la primera puerta a la derecha. Vio sangre por todos lados, tanto reciente como coagulada. Allí estaba Steve, en el suelo, doliéndose de un disparo en la pierna, y Carlos le estaba tratando. Se acercó hasta el novato.

-¿Cómo estás Steve?-le preguntó, preocupado, mirando la herida.

-He estado mejor…-le dijo casi susurrando.

-Carlos, ¿cómo lo ves?

-En principio no parece grave. La bala no ha atravesado la arteria femoral, con lo cual estamos salvados. Solamente espero que la herida pare de sangrar.

-¿Y cómo ha sido, maldita sea?-gritó el noruego, rabioso.

-No lo sé. Steve apenas puede hablar.

Chuck dio un golpe al aire, fuera de sí. Cada vez entendía menos nada de lo que estaba pasando, cada vez menos… Al ver que Carlos tenía la situación controlada, Chuck se decidió a inspeccionar la sala. Había sangre por todos lados y esa sangre no era sangre reciente, con lo cual no era de Steve. Empezó a temer lo peor al ver que la sangre, aunque coagulada por el tiempo, iba multiplicándose por cada paso que daba. Entonces, vio dos pies, que seguían por las piernas, y llegaban hasta un tronco que tenía unos harapos totalmente ensangrentados. Cuando subió más la M4, pudo ver que era el cadáver de un hombre, tirado de lado en el suelo. A su izquierda estaba una pistola, lógicamente, la misma que lanzó la bala contra Steve. Alarmado, se acercó al hombre, que tenía un aspecto deplorable. Se agachó y acercó la M4 para ver más en detalle. Su cuello había sufrido el mordisco de algún animal o algo que se había llevado unos centímetros de carne. Su aspecto entre pálido y amarillento, la incapacidad de movimiento de la caja torácica, y sus ojos y boca abiertos con signo de impresión, le daban todas las respuestas de que estaba muerto; pero hacía bien poco. Por ello no lo tocó. Se levantó y volvió con sus amigos. Justo en ese instante, los dedos de las manos del cadáver empezaron a moverse muy lentamente, y la caja torácica empezó a funcionar.

-No sé qué diablos está pasando aquí pero tenemos un hombre muerto justo aquí-dijo Chuck, alterado.

-¿Cómo?

-Sí, joder, un hombre muerto, me has oído bien.

Carlos se aseguró que Steve estaba mejor y se levantó para poder hablar cara a cara con Chuck.

-¿Estás seguro, Chuck?

El noruego asintió.

-Voy a ver qué está ocurriendo; tú mientras busca algún analgésico y antibiótico por aquí-le lanzó el mandato el madrileño.

Tras eso, Carlos se dispuso a inspeccionar la habitación, mientras Chuck salía de la misma raudo, buscando algún medicamento que le calmara el dolor al novato.
Cuando Chuck estaba en el salón, pensó rápidamente que arriba había visto un armario con un botiquín. Sin dudarlo, se dirigió a subir la escalera al segundo piso, pero notó muy cerca, la respiración con celeridad y sin pausa de una persona. Era muy cerca. Se decidió a mirar quién era y para ello dejó su misión para más tarde. Apuntó, seguro y firme con la M4, esperando ver quien estaba tan nervioso. La luz le dejó ver que era una persona. Por silueta era un hombre, calvo, y con sobrepeso.

-Disculpe, ¿me oye?-preguntó sin dejar de apuntar.

El hombre voluminoso, giró la cabeza hacia él y lo miró con la cara desencajada. La luz de la linterna le mostró un verdadero demonio grasiento. El hombre tenía la ropa magullada, con manchas de sangre por todos lados, no tenía un zapato y al parecer, uno de los brazos estaba roto, pues el húmero asomaba por el hombro. La cara, con los ojos inyectados en sangre y fijos en el soldado, tenía contraída todos los músculos, definiendo una expresión de rabia contenida. Además, su boca estaba ensangrentada, y gotas de sangre goteaban hasta la ropa, golpeando con la barriga.
Chuck, paralizado ante lo que veía, no podía articular palabras. Seguidamente, el hombre con sobrepeso empezó a correr a una velocidad de atleta hacia él. El soldado retrocedió, le advirtió que parase, hasta que no se vio en otra situación que apretar el gatillo de la M4. Fue una ráfaga de cinco segundos, en la cual salieron unos diez proyectiles. Las balas impactaron en el tronco del hombre, que retrocedió unos pasos a medida que perdía el equilibrio; pero recuperó la posición y volvió a mirar al noruego, esta vez con cara colérica. Chuck ahora sí que no entendía lo que estaba pasando. El hombre voluminoso emprendió de nuevo otra sacudida contra el soldado. Ahora Chuck sólo entendía una cosa: el hombre era muy peligroso.

Carlos había estado observando al hombre fallecido. Dedujo por todos los datos de la escena que el hombre había sido el causante del disparo, justo con el arma que reposaba al lado. No tenía que ser un CSI para configurar la escena del crimen. Entonces, absorto en sus pensamientos de criminalística, llegó a sus oídos una ráfaga de disparos de un fusil, desde fuera de la habitación. Rápidamente pensó en el noruego y se dio media vuelta para dirigirse hasta lugar de los disparos. Aunque, en carrera, se vio agarrado de un pie y cayó de bruces contra el suelo. Tardó unos segundos en retomar la posición y poder darse cuenta de que estaba siendo arrastrado en dirección contraria. Se giró mientras era arrastrado, poniéndose de espaldas, y apuntó hacia sus pies. El agente causal de su caída era el hombre muerto de antes. El hombre, sin haberse movido mucho, arrastró los brazos hasta su pie. Su cara, sin vida, era puro cólera. Gritaba y gritaba, abriendo cada vez más la boca cuanta más cerca estaba el madrileño.

“¡Qué cojones…!”, pensó, con los ojos fuera de las órbitas.

Con la otra pierna, la que tenía libre, le golpeó en la cara repetidas veces y en la mano un par; pero no le parecía que le doliera, pues no le soltó. Su fuerza era inimaginable, y Carlos, a pesar de sus esfuerzos cada vez estaba más cerca del colérico cadáver. Seguía golpeando, y seguía acercándose cada vez más…

Entonces disparó.

El hombre le soltó, y pareció “morir” definitivamente. Carlos suspiró, con el corazón verdaderamente acelerado. De repente, y con más fuerza que antes, el hombre le agarró del mismo pie. Seguido de un grito desde los más profundo de la laringe. No pudo reaccionar a la fuerte sacudida, de tal manera que perdió la posesión de la M4. Casi no veía nada ya que la luz de la linterna apuntaba hacia otro lado y se zarandeaba al igual que su cuerpo. Notó cómo una de las manos ascendía por la pierna, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Empezó a gritar, presa del pánico. La mano que le agarraba el tobillo, tan fría como el hielo, se metió por debajo de la ropa y le apretó con mucha fuerza, tanto que notaba como la uñas se le estaba clavando en la piel. Ahora gritó del dolor.

Sonó un único disparo; suficiente para notar que la fuerza que le apresaba el tobillo ya no estaba, ni tampoco la del pie. Lo que sí le quedaba era el dolor de las uñas clavada en el tobillo y el dolor del pecho de la elevada frecuencia cardíaca. Steve, paralizado, estaba de pie al lado, apuntando aún al cadáver viviente. Su disparo había sido certero: en la cabeza. Nadie podría vivir tras un disparo en la cabeza.

Carlos, ya más tranquilo, cogió su M4 y apuntó al cadáver, que ahora sí, reposaba boca abajo en el suelo.

-¡Cabronazo!-le gritó Carlos, furioso e indignado-. Muchas gracias, Steve.
-No hay de qué. Tú también me has ayudado.

De repente, Carlos recordó la ráfaga de disparos que oyó antes de todo, y se incorporó rápidamente. Cuando apoyó la pierna arañada, notaba que estaba perdiendo fuerza, pero no le prestó atención. Los dos salieron de la habitación.
En el salón estaba Chuck, apoyado contra la puerta de entrada, la cual estaba recibiendo fuertes golpes desde el exterior.

-¿Qué ocurre?-preguntó Carlos.

-No lo sé-contestó Chuck con la voz entrecortada, ya que estaba forzando para que no entrara lo que estuviera detrás de la puerta-. Un gordo loco me empezó a atacar, le disparé-sonó un fuerte golpe-, pero no murió-Carlos recordó su acontecimiento-. Lo único que he podido hacer es echarle fuera, pero el cabrón no se cansa, y quiere entrar-sonó otro golpe fuerte, seguido de un gemido colérico.

Carlos miró alrededor y pensó rápidamente. Vio un armario, una mesita empotrada y una mesa. ¡Ya lo tenía! Tiró a Steve del brazo y le indicó que le ayudará a mover todos los muebles que había visto. Poco a poco los fueron acercando a la puerta que mantenía cerrada Chuck. Chuck los miró, sabiendo lo que querían hacer; sólo estaba esperando la señal para que se quitase de la puerta, y poner así los muebles.
Carlos sabía que como la puerta estaba rota se abriría en cualquier momento, y a pesar de poner el armario el loco de afuera terminaría entrando. Tal vez pudieran atrasar algo, no lo sabía; pero peor era no intentar nada.

-¡Cuando te lo diga te apartas!-le indicó Carlos al noruego, mientras esté recibía otra y otra acometida. El soldado madrileño esperó unos segundos y gritó-: ¡Ya!
El noruego se apartó hacia atrás. Vio que la puerta no se movía, y rápidamente, el armario se superpuso.

-¡Ayúdanos con esto!-le indicó Carlos.

Los tres movieron la mesa y la mesilla detrás del armario. Carlos golpeó el suelo de madera con la culata de la M4, e hizo un agujero lo suficiente grande como para meter una parte de la mesa. Inclinaron la mesa, introdujeron una esquina en el agujero del suelo, y luego la otra la apoyaron sobre el armario. Parecía que aguantaba ya que apenas el armario se meneaba con cada golpe que daba el hombre.
-Muy bueno, Carlos-le felicitó el noruego.

-Gracias-dijo Carlos con una sonrisa de complicidad, después de mucho tiempo.
Otro fuerte golpe rompió el momento tan especial. El armario se movió muy poco hacia atrás, suficiente para que la mesa penetrara más allá del suelo.

-Podíamos hacer algo, ¡ya!-les dijo, Steve, alterado.

-Ese loco de afuera no se va a cansar, así que será mejor que pensemos cómo salir de aquí o acabará entrando-les dijo Chuck.

-Yo voto por acabar con él-les dijo Carlos.

-No podemos matar a un civil así como así-les dijo Chuck, preocupado.

-El hombre supuestamente tieso me ha atacado ahí dentro, y tenía una fuerza increíble. No son gente normal, Chuck.

-No puede ser, ¿y dónde está ahora?

-Le volé la tapa de los sesos al muy desgraciado-les dijo Steve, con tono de seriedad absoluta.

Chuck le miró, extrañado, como si no conociera al inocente novato que conocieron en el centro.

-Bien hecho, chico, hay que eliminar a todo el que se ponga en tu camino-le animó Chuck.

-Pues haber hecho lo mismo con ese loco de afuera-dijo Steve, restregándole su error.

-Lo sé…

-No importa eso ahora. Chuck llama a los demás, tenemos que salir de aquí. A ver cómo están ellos y si pueden ayudarnos. Yo buscaré alguna salida o algo-Carlos blasfemó.

Chuck asintió. Se dispuso a llamar a los demás, escuchando de fondo los golpes del incansable hombre que le había atacado.

Continúa...

(XVII) PARTE I: Contacto

LUCAS, SHU, ORLANDO Y SAMANTHA-Qandahar (Afganistán). 04.00 horas

Lucas estaba con todo el cuerpo revuelto. Tenía ganas de vomitar, sabía que así se sentiría mejor, pero había algo que lo había alarmado tanto que dejó de pensar en mejorarse. Ese disparo le encogió el corazón, y pensó en lo peor. No había habido respuesta de ningún tipo, o por lo menos él no la había oído. Hacía ya unos minutos que llamaba a sus compañeros para comunicarle lo que habían visto y no recibía respuesta por el códec. Era todo un cúmulo de casualidades, o tal vez había sucedido lo peor.

Orlando, que estaba apoyado sobre sus piernas flexionadas, estaba ausente, intentando asentar todo lo que estaba pasando. Shu y Samantha no se habían movido de donde les dijeron que se quedaran, aunque estaban perdiendo la paciencia de que los dos no volvieran.

Lucas apenas notaba ya el olor, mientras llamaba insistente una y otra vez a sus amigos. El corazón le iba a una velocidad fuera de lo normal, y casi no podía respirar de la tensión que le venía una y otra vez. No tenía respuesta. Maldecía una y otra vez para sus adentros, y volvía a intentarlo de nuevo. Pero nada. Decidió desistir, de tal manera que tendrían que ir a buscarles ellos mismos. Se volvió a buscar a Orlando.

Orlando notaba una buena mejoría. El mareo había remitido, la sensación de náuseas había desaparecido, y aunque aún olía igual de mal, su olfato se había acostumbrado un poco a la podredumbre. Aún estaba de rodillas, pero sabía que no podía estar más tiempo así, ya que tenían que salir de Qandahar y registrar los daños, pues imaginaba que la mujer muerta no sería la única sorpresa en la ciudad fantasma. El mexicano se incorporó, se echó a su espalda el rifle francotirador, y agarró la M4, más ligera y más pequeña. Suspiró y se dispuso a andar cuando de pronto notó el chirrido de la puerta del pequeño habitáculo que tenía a sus espaldas. La habían entornado y no hacía viento suficiente para moverla. Nada ni nadie podían mover la puerta, a no ser que fueran ellos, y ese no era el caso. Sintió un escalofrío que llegó a la altura del cuello y fue descendiendo a toda velocidad por la espalda. Se extendió por todo el cuerpo cuando notó pasos arrastrándose detrás. No tenía más remedio; se giró.

Cuando miró hacia detrás, apuntó con la M4 hacia la puerta de la caseta, que estaba abierta, alumbró y vio una sombra reflejada en el suelo gracias a la luz. Esa sombra venía de dentro. Se movía como cansada, sin apenas mover los brazos. Miles de moscas se adelantaron al visitante nocturno y sobrevolaron la cabeza de Orlando. Se las intentó quitar de encima pues todas buscaban como locas posarse sobre su piel, y en esa fracción de segundos, notó un gritó desde lo más profundo de la garganta que se echaba encima y cayó al suelo, empujado por algo. Su M4 salió disparada a un paso de distancia. La linterna le dio la espalda y apuntó hacia donde no había nadie.

No veía nada. Solo notaba el grito agudo y terrible por encima del suyo de lo que fuera que le estuviera acosando. Además, fuera lo que fuera le agarraba del chaleco y le zarandeaba de arriba abajo. Orlando sacudió los brazos e intentó quitarse de encima el peso que tenía. Orlando palpó lo que parecía un brazo rasgado y magullado. Sentía calor muy cerda de su cara. Alguien estaba respirando cerca de él. Calculó la altura a la que estaría la cabeza de su agresor y asestó un puñetazo con todas sus fuerzas. Notó como su mano se hundía en el hueso de la mandíbula.

Quedó libre.

Dio una vuelta por el suelo hasta llegar a la M4. La agarró, y aún tumbado, apuntó a todos lados. Tardó en ver lo que le había atacado, pero dio con ello cuando la mujer se le echó de nuevo encima. Aunque pareciera increíble, la mujer que estaba muerta en proceso de putrefacción dentro de la caseta, estaba atacándole, y tenía una fuerza descomunal. Pudo alumbrarla, y vio la carne en descomposición, colgando. La cara, aunque muy magullada dejaba a la vista unos ojos rojos inyectados en sangre y una boca con manchas carmesí, abierta, intentando llevarse un bocado.

Cuando la mujer se lanzó encima de nuevo no hacía más que gritar y mover los brazos, intentando quitar lo que los separaba: la M4. Orlando intentó echarla hacia atrás, pero su fuerza era increíble. Gritaba y jadeaba encima suya, y al ver que no podía acercarse más a él entonaba con mayor intensidad, como resignada. Los músculos de su brazo no podían más, y con las piernas, a pesar de golpearla, no hacía nada. Sintió el calor de su aliento muy cerca del cuello. ¿Qué le pasaría?

Vio la luz. Una luz que le inundaba, sus ojos se cerraron y sintió lo más cerca posible los dientes sanguinarios de la mujer que tenía encima. De repente, oyó un fuerte golpe, acompañado del crujir de un hueso al romperse en pedazos. La mujer salió disparada hacia un lado y gritó aún con más fiereza.

Los ojos de Orlando se acostumbraron a la luz que le daba de lleno en la cara, y pudo ver más o menos una figura conocida. Era Lucas, y le había quitado de encima a esa loca de un golpe en las costillas. Le prestó la mano para ayudarle a incorporarse. Orlando, tras unos instantes frenado mentalmente, volvió a la realidad y agarró la mano de Lucas.

-¿Estás bien?-le preguntó Lucas.

-Sí-contestó sin más, a medida que el ritmo de su respiración se iba calmando lentamente.

Los gritos de agonía de la mujer no habían cesado, tanto que de nuevo se abalanzó sobre los soldados. Ahora acechó a Lucas, el cual, al ver que la mujer se acercaba fuera de sí, empujó a Orlando fuera del ángulo de visión y se echó unos pasos hacia atrás. La mujer en pleno estado de descomposición corría como una loca hacia Lucas, y el soldado pudo ver en detalle, como los gusanos del cuerpo le caían formando una hilera detrás. Sus brazos se movían incansables en todas direcciones, como queriendo atraparlo incluso en la distancia. Debía ser rápido, muy rápido. Ya prácticamente tenía encima al cadáver viviente y le seguía apuntando. De repente, agarró la M4 por el borde del cañón, apuntando con la parte de atrás. Seguidamente, aunque ya no le apuntaba con la luz calculó los pasos que le quedaban hasta llegar a él.

Atizó con todas sus fuerzas y acertó. Acababa de asestar un golpe con la parte de atrás de la M4 a su atacante en toda la cara. La mujer se echó hacia atrás unos pasos, gritando con más rabia aún. Lucas le apuntó de nuevo para verle. Era como si no le hubiera hecho efecto el fuerte golpe en la cara, ya que ni se la tocó como normalmente suele hacer el ser humano.

“Pero esa mujer no puede ser nada, ¡está muerta, joder!”, se dijo a sí mismo intentando poner los pies en la tierra.

Sabía que más tenía que hacer. Sin apenas dejarla volver a recuperar el equilibrio empezó a correr hacia ella y le asestó una fuerte patada con la planta del pie en el pecho. La mujer se aproximó unos pasos hacia atrás hasta que acabó entrando en la caseta por la puerta. Lucas no pudo ver nada de dentro de la caseta. Únicamente oyó un fuerte golpe dentro y tan rápido como pudo cerró la puerta.

Suspirando, con la circulación agitada, se apoyó sobre la puerta, haciendo más fuerza, esperando la acometida de la mujer. Esperó unos segundos y no pasó nada. Una persona o animal, o lo que fuera, que estuviera tan desatada no tardaría ni un segundo en incorporarse y volver al ataque; pero a diferencia, no pasaba nada.

-Lucas, ¿estás bien?-le preguntó Orlando, que aún se reponía de los golpes.

-No hay problema-le indicó, levantando un brazo.

Orlando se acercó a la puerta donde estaba Lucas, apoyado.

-No sé qué está pasando aquí, pero no pinta nada bien. De hecho estarás de acuerdo conmigo de que tenemos que sacar nuestro culo de aquí ya mismo.

Lucas no contestó, asintió, inspirando y espirando con rapidez.

-Voy a avisar a las chicas. En cuanto estés preparado, ven donde estábamos. No tardes, no quiero estar más tiempo aquí-le dijo Orlando, le dio la espalda y se puso a andar.

De improvisto, y sin apenas poder reaccionar, Lucas empezó a oír pasos fugaces muy cerca, y después se vio sacudido fuertemente hacia un lado, el mismo lado al que se abrió la puerta, violentamente. La sacudida lo llevó no muy lejos; pero lo suficiente para ver que el causante de todo ello había sido el cadáver viviente de la mujer que le había atacado. No le vio; pero ya tenía la presa adjudicada: Orlando.

El mexicano oyó el ruido detrás, y en menos de un suspiro tenía casi encima a la mujer, que corría a toda prisa hacia él. Los nervios se apoderaron de él, haciendo que perdiera facultades para agarrar correctamente el fusil. Ya casi la tenía encima…
Se oyeron disparos a sus espaldas, y pasaron muy cercanos, ya que tras la ráfaga de tiros sólo oía un fuerte pitido en sus oídos. No pudo verlo, pero lo impactos fueron a parar al pecho de la alocada mujer, que retrocedió unos pasos y cayó de espaldas, muerta…

Orlando se giró y vio que Shu había sido la causante de la ráfaga de disparos que le había salvado la vida.

-¿Qué está pasando, Orlando?-le dijo agarrándole el hombro- Y, ¿dónde está Lucas?

-Estoy aquí-se oyó una voz no muy lejana.

-Esa mujer parecía fuera de sus casillas, ¿qué le pasaba?-preguntó Shu.

-No lo sé. Esto es una pesadilla-le dijo Orlando, que apenas podía explicarse con coherencia.

-Cuando fuimos a averiguar qué estaba pasando-sonó la voz de Lucas, que se acercaba desde no muy lejos-, nos encontramos con el cadáver en descomposición de una mujer. Estaba en fatales condiciones, como si estuviera magullado y comido por todos lados. En fin, estaba muerta.

-De ahí el repugnante olor-añadió Shu.

-Sí. Pero ahí es sólo el principio, ya que el jodido cadáver se levantó a atacarnos-dijo Lucas, sarcásticamente, pensando que estaba loco. La doctora Samantha aguardaba detrás de Shu, escuchando, expectante.

-Eso no es posible, Lucas-paró y los miró a los dos, fijamente-. ¿Es cierto, Orlando?-quiso saber la asiática.

-Así es.

Shu no podía creerles, más bien porque cuando alguien muere, nadie vuelve a la vida, a no ser que sea una película de zombis. Los miró de nuevo fijamente, y cada vez empezaba a creer con más fuerza la hipótesis de sus compañeros.

-Esa mujer era una loca que estaba tan viva como tú y yo-sentenció finalmente Shu, alejándose del lugar. Se estaba acercando hacia donde había caído la mujer que había acribillado a balazos.

-Shu, no vayas-le recomendó Lucas.

La asiática se adentró más allá, y casi pierde la consciencia al ver que la mujer no estaba. Quedaban unas gotas de sangre que parecía coagulada, y nada más en el lugar. De repente, oyó como si alguien estuviese muy cerca, a su lado, oliéndola. Presa del pánico, movió lentamente la luz de la linterna hasta el lado, y soltó un gritó ahogado cuando vio la mujer que antes había acribillado a balazos, justo a su lado, que la miraba fijamente con los ojos inyectados en sangre y con cara de furia.
Shu creía que se le echaría encima; pero no fue así. En un abrir y cerrar de ojos, Orlando había aparecido, se había lanzado contra el cadáver andante de la mujer y le había derribado al suelo. Sin más dilación, y soltando improperios, golpeó el cráneo de la mujer una y otra vez con la M4, hasta dejarlo como cristales rotos.
Ninguno miró la matanza que Orlando había hecho, y por ello, esperaron a que el mexicano se calmara. Pasaron unos minutos de silencio donde lo único que se oían eran golpes, hueso rompiéndose, algún gemido que otro de la mujer, e insultos que salían disparados de la boca del mexicano.

Lucas que no había articulado palabra acerca del suceso, les dijo a Shu y a Samantha que iba a intentar llamar a los otros. Se alejó lo suficiente del dantesco lugar, tanto que casi el olor a podredumbre al que se habían acostumbrado, no llegaba. Torció la esquina de la casa en la que estaban y se dirigió hacia la salida del pequeño terreno de la casa. Y justo cuando iba a llamar oyó miles de pasos que se acercaban a toda prisa hacia donde estaba. Pensó que tal vez fuera la ayuda; pero los pasos tan rápidos, tan numerosos, y los gemidos coléricos que oía le hicieron pensar otra cosa. Por su cabeza pasaron miles de imágenes, miles de respuestas, y una sola solución: esconderse.

Corrió a toda prisa, dobló la esquina y volvió donde estaban los demás. Allí estaba reunidas con el mexicano, que parecía más calmado, y que les contaba la razón por la que había matado a aquella mujer, más bien con fin de consolarse.

-¡Apagad la linternas! ¡Apagadlas!-gritaba Lucas, que corría despavorido hacia ellos. De camino apagó la linterna de su M4, y guiado por las luces de los otros llegó hasta ellos-. ¡No me habéis oídos, apagadlas, maldita sea!-Los pasos se habían multiplicado. Cada vez estaban más cerca- ¡Ya vienen!

Después, la oscuridad fue seguida de los pasos incesantes que se acercaban a toda prisa.

Continúa...

A los fans del género, en especial, y a todos en general...

Espero que os esté agradando la novela. Me entretiene mucho escribir, y creo que la mejor manera de ver si a uno se le da bien es haciendolo. Por ello, aquí os he puesto a vuestra disposición mi primera novela de terror, donde plasmo mi verdadera satisfacción por los zombies.
La valoración de público es lo más importante a la hora de sacar adelante un proyecto, así que lo dejo en vuestras manos. Espero que colaboreis.

Atentamente, Fer.


Un pequeño GRAN empujón...

Desde Amanecer Zombie, NEO ha tenido la grandiosa idea de hacer una entrada donde incluye a autores independientes, como mi caso y otros amigos (Plaguelanders, es un claro ejemplo), denominado "Especial Relatos Zombies V 1.0". No lo dudéis, entrar y conocer otras historias. Es una ayuda muy importante, una iniciativa que se valora pero mucho.

¡¡Gracias!!

"Sin palabras"

Un estudioso, es más, un profesor de la prestigiosa Universidad de Harvard, el Dr. Steven C. Schlozman de la escuela de Medicina, no duda de que pueda darse en algun momento un Apocalipsis Z.
Enlace: http://trabucle.com/profesor-de-harvard-un-apocalipsis-zombie-podria-ser-posible/